4 de octubre de 2017

Zinemaldia 2017 (3): El factor rumano



En un momento de la irónica narración que intenta dotar de sentido al monótono partido de fútbol entre el Dinamo de Bucarest y el Steaua de la misma ciudad que Corneliu Porumboiu convirtió en la película The Second Game, el realizador rumano intenta poner el acento, con una mezcla de ingenuidad y cinismo, sobre las distintas sensibilidades políticas que representaba cada equipo: el Dinamo, resalta el cineasta, era el equipo de la Securitate y el Steaua, del Ejército. Su padre, árbitro de aquel encuentro de 1988 y comentarista con él de la película, responde rápidamente: 
-Sí, ¡Partido Comunista contra Partido Comunista!

Un arquear de cejas equivalente a esta sarcástica contestación parece inevitable entre el común de nuestros interlocutores si intentamos argumentar acerca de las significativas diferencias, de ambiente, tono, intención y matiz, entre las dos películas rumanas presentes en la sección oficial del reciente Festival de Donostia, ambas de cineastas de obra todavía incipiente y poco reconocidos hasta ahora, y ambas de profundo interés y valía. Si bien Pororoca, de Constantin Popescu, entraría dentro del canon de lo que hasta ahora hemos entendido como "cine rumano de festivales", etiqueta que, con todo lo empobrecedora que resulte -como cualquier generalización- resulta indicativa, en este caso, de unas cualidades más que suficientes como para poder considerarla una de las candidatas más justas y razonables para la Concha de Oro, Soldatii. Poveste din Ferentari, de Ivana Mladenovic, es en cambio una película con un fuerte sustrato documental, ambientada en las comunidades gitanas del barrio más pobre de Bucarest, y con un componente humorístico y una imagen sucia que trasladan una profunda sensación de autenticidad.




Autenticidad, en este último caso, que se ve remarcada por la presencia, como guionista y protagonista, de Adrian Schiop, autor del libro autobiográfico en el que se basa el largometraje y que transmite una debilidad de carácter y de voluntad que difícilmente podría haber mostrado de igual manera un actor profesional. Con una fotografía de interiores en tonos ocres (reflejando las miserias de un piso sin luz natural, viejo y desvencijado) y de exteriores en tonos grises (como espejo de las paredes desonchadas y la prevalencia de las mafias que marcan la vida en el barrio de Ferentari), la conexión sentimental y sexual entre los dos personajes principales es inesperada pero no descabellada: por un lado, el autor de una tesis sin apenas medios ni planes más allá de un trabajo académico para el que en realidad no investiga y, por el otro, un gitano obeso que tras más de una década en la cárcel malvive como guardaespaldas del mafioso de la zona. Ambos son dos personas anodinas en sí mismas, y su relación es un antídoto contra la pobreza y la monotonía a la que parecían condenados, siendo la película capaz de construir buenos momentos de intimidad entre ellos (destacando a este respecto una secuencia nocturna y casi totalmente oscura), sin dejar de lado el tamiz irónico que ejerce como antídoto de sus poco estimulantes vidas. 



Soldatii se marchó de vacío del festival, y aunque a Pororoca no le sucedió lo mismo (consiguió la Concha de Plata al Mejor Actor para Bogdan Dumitrache, intérprete indiscutible de la oleada de esplendor del cine rumano, presente en La muerte del Sr. Lazarescu, Las mejores intenciones, La mirada del hijo, Metabolismo y Sieranevada, entre otras), se trataba de una película mayor que merecía mejor fortuna en el palmarés. El elemento clave de Pororoca, tras unos comienzos marcados por el costumbrismo y las discusiones absurdas típicas de esta cinematografía, es un complejo plano secuencia de más de diez minutos en un parque al que acude el protagonista, Tudor, con sus dos hijos pequeños y en el que se desencadena el motivo central de la narración; rodado en un principio desde lejos, hasta que la cámara toma conciencia del drama y se va acercando a Bogdan Dumitrache y a su angustia, rodeándolo hasta cercarlo. Antes, el director va situando en el plano algunos puntos secundarios de atención con los que pretende despistarnos y acercarnos al despreocupado punto de vista del personaje principal; entre ellos destaca la discusión de dos ancianas con un joven sobre los peligros del perro de éste, que va subiendo de tono y acaba entre insultos y acusaciones de "comunistas". A pesar de ello, esta controversia nunca deja de estar en el extremo derecho del cuadro, con la cámara merodeando pero sin abandonar el plano general. Del mismo modo, un extraño vendedor de globos entra y sale de escena, al igual que una mujer desconocida a la que el protagonista confía el cuidado de su hija para que vayan "a comprar un helado". 

La complejidad de esta secuencia, en la que como espectadores llegamos a sentir una culpabilidad análoga a la del protagonista por no haber sido capaces de fijar la atención en el lugar clave que habría evitado los dramáticos acontecimientos posteriores, es acentuada en las visitas posteriores a ese mismo parque, en el que volvemos a ver un cuadro semejante (pero nunca igual) y algunos de sus elementos de forma aislada, como si la cámara estuviese analizando el lugar del crimen y preguntándose, con nosotros, qué pudo salir mal. 




Una vez consumado el drama, la película vira hacia una pesadumbre y lentitud poco sorprendentes y ya habituales en el grueso de la producción rumana que conocemos, pero antes de que lleguemos a la mitad del metraje se produce otra cesura, la del abandono del protagonista por su mujer, a raíz de la cual la película se transforma: los elementos ambientales se adueñan de la narración y de la voluntad de Tudor, al que vemos en la primera secuencia de su soledad fumar nada más levantarse, con el humo inundando el plano antes de que la luz del sol tome su relevo, lavarse la cabeza en el fregadero de la cocina y pisar un cristal roto con el pie desnudo. Tras esta significativa descripción de su nueva vida, la cámara va a estar casi siempre muy cerca de su rostro u optará por el plano subjetivo con el fondo desenfocado, mientras progresivamente asistiremos a su degradación y a su transformación física imparables. Las discusiones con la policía, en las que se pone en juego la lógica argumentativa y la diferencia entre lo que creemos y la realidad (que son las pruebas), nos remiten sin duda a Policía, adjetivo del ya citado Porumboiu, con el detective actuando como el filtro que separa la visión del público de la del protagonista. 



El tercer giro, ya en los estertores y con Taxi Driver como principal referente, es el que mayor impacto creó en el público y más controversia entre la crítica y nos dirige hacia otro plano secuencia final de larga duración en el que, a pesar de su violencia, no hay ningún tipo de énfasis y sí un cuidado técnico que nos hace entenderlo (y defenderlo) como una evolución natural del desquiciamiento del protagonista y del relato, y como coronación final de un ejemplar estudio de hasta dónde nos puede llevar una angustia que crece como un pozo sin fondo, y ante la que el mundo nos deja solos.

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