28 de abril de 2017

El público medio


Hace algo más de un lustro, recuerdo el desagrado con el que leí, en las memorias del pintor alemán George Grosz (musicalmente tituladas Un sí menor y un NO mayor), su afirmación de que durante su exilio en Estados Unidos, a donde arribó como un rutilante artista exiliado del nazismo que se establecía casi vocacionalmente en la ciudad de Nueva York, había descubierto su identificación con el "americano medio", circunstancia que fue pareja a una acelerada decadencia de su obra. De este modo, el exilio transformó al que había sido el más destacado pintor dadaísta de entreguerras, cuya obra denunciaba con impacto y valentía el nacionalismo alemán y la lógica corrupta y militarista que infectaba el espíritu de sus compatriotas, en un simple dibujante alcohólico, adherido de forma acrítica a la discutible idiosincrasia de su país de acogida. O, dicho de mejor manera en un bello artículo:

Al mismo tiempo que perdía la furia y se volvía más sereno, más melancólico, más agradecido, George Grosz perdió la inspiración. Las caricaturas se han vuelto torpes, hasta pueriles. Las hermosas dunas de la costa atlántica batidas por el viento tienen algo de la tosquedad premiosa de un pintor de domingo. El nervio, el garabato incisivo, la desvergüenza lúbrica de los años de Weimar han desaparecido. Pero lo que falta, sobre todo, es el pulso del tiempo, la interpelación radical del presente. 
La vindicación del "hombre medio" parecía mostrarme la señal: el gran pintor Grosz se había extinguido tras ello. El concepto iba unido a una visión, generalizada en muchos sectores en los que se presupone que el conocimiento común es inferior al conocimiento especializado (que es lo que convierte en "especiales" a los miembros de dicho sector, y hasta justifica su existencia como tales miembros), en la que el gusto del "ciudadano medio" está degradado, es superficial y se deja guiar por un conjunto informe denominado "la masa"; así, en el cine, el "público medio" sería el causante del éxito de cineastas comerciales y de escasa altura, argumentos y formas poco arriesgadas o de la pertinaz hegemonía del doblaje sobre la versión original, entre otras penalidades. Una visión que se parecería a la que expresaba este sosias de Pier Paolo Pasolini, interpretado por Orson Welles, en su cortometraje La ricotta (incluido en la película colectiva Ro.Go.Pa.G.):























Creo, sin embargo, que estos puntos de vista parten de un error: identificar la crítica a la noción "público medio", construida con fines meramente publicitarios pero de escaso valor sociológico (y mucho menos artístico), con el menosprecio a quienes hipotéticamente la encarnarían. El autor de una de las sentencias más citadas al respecto, "Que se joda el lector medio", el periodista, guionista y creador de la serie televisiva The Wire David Simon, explica los matices de su afirmación:
A lo largo de mi carrera como periodista siempre me dijeron que tenía que escribir pensando en el lector medio. El lector medio, tal y como ellos lo entendían, era un suscriptor blanco, acomodado, con-dos-hijos-coma-algo y tres-coches-coma-algo, un perro y un gato, más los consabidos aparejos de jardín; una persona ignorante que necesita que se lo expliquen todo, ya mismo. 
Por otra parte, cuando valoramos los gustos de ese supuesto público medio, guiándonos comúnmente por los éxitos de taquilla, deberíamos partir de una base: el que una película sea vista por X millones de espectadores no implica que sea mala (ni buena), pero tampoco implica que a esos millones les haya gustado. Haber visto una película no equivale a amarla, ni a defenderla, ni haber sacado provecho alguno de ella. 

No conocer o saber quién es Robert Bresson, por hablar de un ejemplo señero de gran cineasta opacado para la mayoría del público, no es un acto voluntario de odio a la belleza y de carencia congénita de sofisticación; es el resultado de unas circunstancias, en las que la educación y la ocupación del espacio público por cuestiones muy ajenas al interés general tienen mucho que ver. Si nos dedicamos a vituperar a quien desconozca la existencia de Pickpocket o a acoger con una sonrisa conmiserativa a quien no muestre interés alguno por acudir al último estreno de Aki Kaurismäki, quizá deberíamos tener en cuenta la afirmación de John Milton: 
Aquel que ha cegado los ojos del pueblo, le echa en cara su ceguera. 

Sería más adecuado intentar invertir la ecuación, sin buscar mayorías o consenso, en cuestiones estéticas, a garrotazos: la labor minoritaria, discreta y, ante todo, el respeto por la inteligencia ajena deben ser la base de toda labor que intente difundir algo semejante a los valores que cinematográficamente han encarnado cineastas tan minoritarios como lo fueron siempre los citados Bresson o Kaurismäki, Yasujiro Ozu o Carl Theodor Dreyer, sí, pero también los muy populares Charles Chaplin y Alfred Hitchcock, o los conocidos pero impopulares Ingmar Bergman y Jean-Luc Godard. El desprecio intelectual hacia los no iniciados en el cuidado por las formas en el cine, la sospecha hacia cualquier película que sepa transmitirse a sí misma con cristalina claridad (que suele partir de la confusión entre sencillez y simpleza) o que goce del agrado de la mayoría de los espectadores no deberían ser los mejores caminos para que el arte que defendemos pueda llegar a tener un lugar más relevante en la sociedad, ni tampoco para que los demás imiten los sinuosos meandros que hemos seguido nosotros hasta llegar a donde quiera que, en cuestiones de gusto, hayamos llegado; ni para que ese punto de llegada, siempre cuestionable, debamos considerarlo envidiable.

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