7 de marzo de 2017

Dovzhenko dijo no


Cada vez que leo o escucho la palabra "trasnochar", por una de esas extrañas asociaciones de ideas, me acuerdo de Krasnoyarsk, una región rusa de la que fue elegido gobernador, hace dos décadas, el general Alexander Lebed. Lebed era entonces una figura política al alza, un líder carismático en la incierta Rusia poscomunista, un nacionalista de derecha que se confesaba admirador de Franco y Pinochet. Tras serle concedido un supuesto tercer lugar en las fraudulentas elecciones de 1996, en las que Boris Yeltsin revalidó su cargo frente al candidato comunista y favorito Guennadi Ziugánov, los medios hablaban de Lébed como el futuro líder del país, a pesar de sus más que diestras ideas, por el poco empuje del entonces ya obviamente alcohólico presidente y por la convicción de que cualquier opción que se asociase al pasado soviético era "inelegible" (la profecía se autocumplió con el fraude contra Ziugánov). El FMI, con su director gerente Michel Camdessus al frente, se encargaba de recordarlo.




En aquellos años 90 se publicó un best-seller escrito por Frederick Forsyth, El manifiesto negro, cuyo personaje principal era Igor Komárov, un líder de ideología nazi (aunque revestida con un nombre posmoderno, como los que hacen fortuna hoy en día) que estaba a punto de alcanzar la presidencia del país. Con el criterio literario todavía muy poco formado, entonces pedí el libro como regalo (de cumpleaños o de Navidad, no estoy muy seguro), a pesar de haberme encontrado poco antes con una entrevista con el autor en la que definía la Guerra Fría, para mi disgusto, como "una lucha entre las democracias y la peor dictadura del mundo". A esto debo añadir que entonces yo, inmerso en una juventud tan poco dada a sutilezas políticas como la madurez de Forsyth, profesaba una simpatía sin matices hacia la Unión Soviética y su legado.

Años más tarde, en 2002 y ya con Vladimir Putin como presidente, Lebed murió en su cargo de gobernador de Krasnoyarsk en un sospechoso accidente de helicóptero. Poco después, Putin cambió el método de elección de los gobernadores y abolió los comicios regionales: desde entonces, los gobernadores los designa él mismo. Lebed, a pesar de sus sangrientos ídolos, había puesto fin mediante negociaciones a la primera guerra de Chechenia, en 1996; Putin, nombrado primer ministro por Yeltsin en 1999, decidió romper los acuerdos de paz tras una serie de atentados en Rusia de autoría desconocida e inició una brutal campaña bélica en Chechenia, que a la postre le dio la popularidad necesaria para ser elegido presidente en el año 2000. Ziugánov y los comunistas, mientras, se iban hundiendo sin remedio tras una insólita alianza parlamentaria con la extrema derecha nacionalista, y su actitud ante el fraude electoral que les impidió alcanzar el poder era valorada así:
Se le podría preguntar por qué aceptó la derrota sin luchar, sabiendo que había ganado. Se le podría preguntar por qué su oposición en los últimos años ha sido "leal" hasta tal punto de no haber hecho sentir su fuerza real en el país. 
Pero sería como pedirle a Al Gore, que ganó las elecciones presidenciales de 2000 contra George W. Bush, por qué aceptó la derrota, decretada por la Corte Suprema por mayoría de votos. 
A veces sucede que, con una pistola en la sien, uno descubre de pronto que es muy miedoso.
Mientras, el pasado soviético era reinterpretado una y otra vez mientras se alejaba en el horizonte sin dejar más rastro que las viejas generaciones que lo habían vivido y los nuevos historiadores que lo matizaban o lo encuadraban según las necesidades del presente. 

Y después de todo, llega 2017, se cumple el centenario de las revoluciones rusas que estremecieron al mundo y me dispongo a ver la mayor parte del cine soviético que he ido acumulando en años de búsqueda. Empiezo por Alexander Dovzhenko, Lev Kuleshov y Vsevolod Pudovkin. Llego al último de ellos y me encuentro en la fase final de su muy destacada carrera con películas que no dejan de hablar, con unas formas cada vez más convencionales, de los héroes militares rusos del pasado: cualquier pretérito es reivindicable, del siglo XIII al XIX, y muchos aspectos del larguísimo período del absolutismo monárquico (conocido en Rusia como "zarismo") son vistos ahora con los buenos ojos del patriotismo conservador. Desde finales de los años 30, el internacionalismo proletario desaparece de su cine y se le da carta de naturaleza a una nueva ideología oficial, en la que Pedro el Grande, Iván el Terrible y Alexander Nevsky son cinematográficamente más importantes que Marx, las huelgas británicas, la construcción del socialismo, o cualquier otra figura que no encaje en los cánones del viejo patriotismo ruso. De esta forma y tras las sangrientas y casi inverosímiles purgas en las que se extermina físicamente a los principales protagonistas de la Revolución bolchevique, se llega al pacto gemano-soviético de 1939, a la ruptura unilateral del acuerdo y la invasión por parte de la Alemania nazi dos años después y a la conversión de una guerra de liberación en Gran Guerra Patria. La contrarrevolución en el poder es una evidencia, especialmente para los revolucionarios que son ejecutados en masa, y antes del fin de la II Guerra Mundial, Stalin habrá disuelto la Internacional Comunista, retirado La Internacional como himno de la URSS (el nuevo himno, compuesto por Sergei Mikhalkov -padre de Nikita Mikhalkov y Andrei Konchalovsky-, hará alusión en su letra a la "gran Rusia" y a Stalin y no mencionará al comunismo), cambiado el nombre de su gobierno (de Consejo de los Comisarios del Pueblo a Consejo de Ministros) y la denominación de las fuerzas armadas: el Ejército Rojo, tras una cosecha de éxitos sin precedentes, tendrá que llamarse ahora Ejército Soviético. 

Pienso en Stalin, Eisenstein y Pudovkin por un lado; en Yeltsin, Lebed, Ziuganov y Putin por el otro, y creo que de aquellas rendiciones ideológicas vinieron los lodos actuales. Pero siempre hay quien se niega a claudicar y quien es capaz de decir que no: uno de ellos fue Alexander Dovzhenko. Así lo dejó escrito: 
No escribiré sobre héroes sobrecargados de condecoraciones o sobre líderes cuya sola presencia embellece una obra con máximas indisputables elevando las esperanzas de los productores. Escribiré un guión sobre gente sencilla y ordinaria, aquellos que llamamos las masas comunes y quienes cargan con las mayores pérdidas en la guerra sin rangos o medallas.

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