19 de enero de 2018

Una guerra invisible para los demás

La llegada a las carteleras del largometraje de Robin Campillo 120 pulsaciones por minuto, que refleja la lucha contra el sida por parte un grupo de militantes del movimiento ACT UP a principios de la década de los 90, en su mayoría portadores del virus de la enfermedad, devuelve al primer plano la sensación, que no pude evitar al terminar uno de los pases en los que fue programada en el último Festival de Donostia, de que toda película destinada a la distribución comercial de cuantas se producen sobre activismos de cualquier tipo transcurre hace tres décadas o más. Impresión, quizá, exagerada o explicable por un conocimiento muy incompleto del cine que se produce en los márgenes del sistema, pero que puede partir de la extendida idea, incluso entre parte de la militancia más voluntarista, de que toda acción revolucionaria está hoy condenada a la esterilidad, y que la única forma de recuperar una pequeña parte de su potencial es haciendo una revisión arqueológica de su pasado, al no existir un presente al que hacer referencia. 

Sobre este hecho, hay al menos otras dos películas presentadas en las últimas ediciones de este festival que abundan en esta idea: César Chávez, de Diego Luna (2014) y Une jeunesse allemande, de Jean-Gabriel Périot (2015). Conviene añadir que ninguna de las dos se estrenó. Si ponemos el foco en un tema que en el que el gran público ha podido profundizar en los últimos años gracias al cine, la cuestión racial en los Estados Unidos, el acento se ha puesto también en épocas pasadas, bien sea retrotrayéndose a la larga época esclavista (como en Django desencadenado o 12 años de esclavitud) o a los años 60, cuando la segregación racial estalló en mil pedazos (como en Detroit). El presente, o se ha abolido, o ya no es lugar para conflictos. Quizá el mayor mérito de una película tan menor como Déjame salir, de Jordan Peele, para ser incluida, de manera inopinada, en varias listas de "lo mejor de 2017" sea el mero hecho de tratarse de una película sobre el racismo que transcurre en nuestra época, aunque para ello haya sido necesario que un heredero ideológico del segregacionismo como Donald Trump haya sido elegido presidente. 



Sea como fuere, la combatividad de 120 pulsaciones por minuto la hace trascender su aparente carácter arqueológico y la convierte en una obra política, sin ningún tipo de pero que añadir al término, con importantes lecciones para el presente. Porque, por más que en el primer mundo el sida se haya convertido en una enfermedad crónica (no así en África: no perdamos de vista este hecho) y no en la antesala de la muerte que parecía ser a principios de la década de los 90, parece obvio que un negligente desempeño de la salud pública con la homofobia o el desdén por la marginalidad como excusa está muy lejos de ser un asunto superado. Es más, podemos decir que la (ausencia de) ética que hay detrás de dicha actitud política ha empeorado, si observamos que el concepto de "sanidad universal" ha sido progresivamente sustituido por el de "sanidad para asegurados", con derivadas tan indeseables que sería muy desalentador plantearse la hipótesis sobre cuál sería la reacción pública ante una enfermedad novedosa que de forma repentina causara una gran mortandad entre los grupos oficialmente más marginados. 

Campillo hace avanzar su película de forma ágil y rápida, como corresponde a su temática y a la juventud de sus protagonistas, siguiendo un orden muy determinado: arranca con la secuencia de un debate asambleario, a continuación le sigue una acción reivindicativa en coherencia con la unión de teoría y práctica que ACT UP intentó, y, finalmente desemboca en la liberación corporal, bien sea a través del sexo o a través de la música house que inunda la discoteca en las que los protagonistas finalizan sus jornadas. Esta tríada de secuencias sufre alguna variación, y en más de una ocasión a las imágenes de discoteca le seguirá un fundido hacia alguna imagen del virus, de algún hospital o de las motas de polvo que ejemplifican el detalle de un mundo que no por vivido con intensidad se les escapa con menor rapidez a los protagonistas. El momento en que este orden alcanza mayor brillantez es en el que Campillo opta por unir, a través de sucesivos fundidos y con la canción Smalltown Boy de Bronski Beat como hilo conductor, un plano cenital de la manifestación del 1 de diciembre (Día Mundial de la Lucha contra el Sida desde 1988) con una lluvia de motas, la cama horizontal y oscura de uno de los protagonistas ya moribundo y el caudal ensangrentado del río Sena.   













A través de dos personajes, Thibault por un lado y Sean por el otro, se pone en primer plano y con cierta prolijidad, en las secuencias de las asambleas, la contradicción entre la adaptación de las acciones a la agenda y al interés de lo medios de comunicación o la apuesta por la lucha frontal basada en los principios; el peligro de institucionalización es algo de lo que ni siquiera se libra una batalla tan dura como ésta, en la que termina por hacerse imprescindible un autodidactismo forzado y la desesperada sobre la enfermedad ante la abulia de una administración pública en la que son señaladas las negligencias de algunos políticos de la época, como François Mitterrand y Laurent Fabius, aunque las peor paradas son sin duda las compañías farmacéuticas. 

La cámara huye del plano fijo pero sin caer en el tan abusivamente utilizado en el cine social "plano nervioso" (una denominación, por supuesto, para nada técnica, pero sí justa para ciertos abusos de la cámara en mano llevados a cabo desde Rosetta de los hermanos Dardenne), y a través de tenues movimientos de la imagen nos transmite eficazmente la sensación de actividad continua: sus protagonistas son jóvenes y a algunos el tiempo se les acaba, lo que hace que a la energía propia de la edad se vea multiplicada por una exagerada conciencia de la propia fragilidad, por la constatación de que con una sentencia de muerte sobre las cabezas de muchos de ellos ya no hay nada que perder. Como dicen en uno de sus manifiestos, 
Vivimos el sida como una guerra, una guerra invisible para los demás. Nuestros amigos mueren. Y nosotros no queremos morir. 
Por su parte, las escenas de sexo, rodadas con sensibilidad y a media luz, consiguen un equilibrio entre la ocultación, en una obra en la que el sexo, como la enfermedad, se convierte en político, y el exceso, transmitiendo una lograda intimidad. Otro de los riesgos de este argumento, el de caer en desalentador tono fúnebre, es también soslayado gracias al carácter festivo y desenfadado de muchas de las acciones que realizan los miembros de ACT-UP, con la secuencia final como corolario perfecto a una tarea cuya plasmación concreta está lejos del derrotismo al que las condiciones objetivas podrían abocar. 




El trazo fino para dibujar a los personajes es el mérito definitivo de 120 pulsaciones por minuto. El ya aludido Sean, interpretado por un inspirado y mimetizado Nahuel Pérez Biscayart, se convierte sin duda en el favorito del director por su intransigencia en la defensa de los principios activistas más allá de cualquier cálculo estratégico y por la sencillez con la que narra su descubrimiento de la enfermedad y con la que expresa su opción de vida ("Me dedico a ser seropositivo, eso es todo") a un cada vez más asombrado Nathan (Arnaud Valois), lo más parecido a un protagonista que tiene esta obra coral, y que representa, probablemente, la mirada del propio director sobre Sean y sobre un mundo, tan fascinante como trágico, que de forma progresiva va descubriendo a la vez que el espectador y que es capaz de narrarlo de forma sencilla, sin sobrecargas emotivas ni intelectualizaciones excesivas: solo a través del impacto de amores que mueren apestados y en silencio, al igual que hace el propio Campillo en una entrevista




Por su parte, la presencia de Adèle Haenel, aunque sea a través de un personaje secundario, viene a dar un sello más de autenticidad a esta propuesta: al igual que en Nocturama, su cuerpo engrandece la pantalla, la veracidad de sus palabras y su militancia real, más allá de los personajes que encarna, en el cine entendido como compromiso, reciben una confirmación quizá definitiva, por si su recital interpretativo en La chica desconocida había pasado desapercibido ante la tenue acogida de la más reciente película de los Dardenne. Por último, no es posible dejar de citar a las dos madres que alcanzan protagonismo en la película: en primer lugar, a la del joven estudiante de instituto, que se convierte en una de las más coherentes y decididas luchadoras del movimiento, y en segundo lugar, la madre de Sean, conmovedora en su ejemplar actitud ante el duelo que inevitablemente tiene que afrontar y al saber ceder la mismísima fisicidad de su hijo malogrado a la causa del movimiento al que dedicó la mejor parte de su vida. 

Todo este cúmulo de cualidades consiguen que 120 pulsaciones por minuto vaya más allá de un retrato de la comunidad gay parisina, de una reivindicación del activismo perdido o escondido o de una evocación nostálgica teñida de autobiografía: es un revulsivo cargado de fuerza, de vida, de impugnación de nuestro adormecido mundo. En defintiva, cine político, con todas las letras y hasta el fin.

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