25 de enero de 2018

Twin Peaks: los condenados

Cuando se ha generado tanto ruido alrededor de un extraño artefacto audiovisual como Twin Peaks (aunque ello no sea óbice para dejar de llamarla serie de televisión), parece arriesgado intentar añadir algo nuevo. En este contexto, la mejor manera que encuentro de abordar algunos aspectos de la creación de David Lynch y Mark Frost es asumiendo las limitaciones propias de una visión muy a ras de tierra: el conocimiento, muy pequeño, del mundo de las series de televisión contemporáneas y el poco interés por las derivadas esotéricas del universo del director de Carretera perdida son realidades que debo poner por delante de consideraciones sucesivas.

Dicho esto, recordaré, para empezar, unas palabras del expresidente de la Generalitat Valenciana, Francisco Camps, que en su habitual estilo pringoso y carente de la más mínima elegancia no solo literaria, sino verbal, pronunció durante un mitin previo a las elecciones autonómicas de 2007, estando acompañado del entonces y ahora presidente del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana, Juan Luis de la Rúa: 
Tendremos que buscar en el diccionario otra palabra distinta a la de amistad que resuma y defina la íntima y sentida colaboración entre De la Rúa y el president de la Generalitat. 
Algo semejante a lo que le sucedía con la palabra "amistad" a Camps parece suceder ahora con el término "serie de televisión", no lo suficientemente poderoso como para definir a Twin Peaks. El hecho de que se haya escrito para un canal de televisión, se haya emitido en capítulos semanales y sea la continuación de otras dos temporadas que en su día tuvieron parecidas características en cuanto al formato y con las que no se puso en duda la denominación de serie, o la menos hasta donde mi conciencia en aquella época lo recuerda, no es suficiente. Que hace años con The Wire viviéramos un proceso parecido -en aquel caso la denominación alternativa fue "novela", en éste es "película"- tal vez quiera decir que para el común de los comentaristas y críticos cinematográficos el concepto "serie" no es todavía legitimable en cuanto tal, sino que hay que elevarlo para poder analizarlo con profundidad o entusiasmo. 




Si al complejo de inferioridad que existe con una "serie" le añadimos la idolatría que existe hacia David Lynch, el problema es doble. Pero partiendo de ese hecho, hay otro elemento que añadir a la difícil recepción de Twin Peaks, y es que algunas de las obsesiones de un cineasta que llevaba once años prácticamente retirado pero todavía con cosas que decir se han trasladado, de forma abrupta y a veces sin sentido de la medida, a los 18 capítulos de esta tercera y más reciente temporada. A este respecto, parece pertinente este pasaje del ensayo de Domenico Losurdo Autocensura y compromiso en el pensamiento político de Kant, que comienza citando a Friedrich Schelling:
“Jamás en el porvenir el sabio buscará refugio en los misterios para ocultar a ojos profanos sus principios fundamentales. Es un delito contra la humanidad esconder los principios de los que se participa universalmente”. Pero he aquí que las Cartas filosóficas [de Schelling] prosiguen así: “Sin embargo la misma naturaleza ha puesto límites a la participabilidad: ha conservado para aquellos que son dignos una filosofía que se hace esotérica por sí misma, puesto que no puede ser aprendida ni maquinalmente repetida por enemigos ocultos y espías, para los que está destinada a permanecer como un ‘eterno enigma’”. Aquí el esoterismo es teorizado explícitamente como un instrumento para sortear la vigilancia del poder; pero es inevitable que el discurso termine por resultar incomprensible también para el gran público, lo que constituye un elemento tranquilizador para el poder mismo. 
Salvando las distancias, podríamos aplicar buena parte de este discurso a Lynch y a Twin Peaks, aunque una rápida búsqueda por internet nos pueda proporcionar todo tipo de respuestas a las incógnitas de la serie, empezando por la habitación roja, cuyo hipnótica fisonomía ofrece el punto de engarce con uno de los momentos más específicamente propios de una creación televisiva: los finales musicales, centrados en un mismo espacio (el Bar Bang Bang), acompañados de conversaciones casuales entre personajes de los que, en su mayoría, solo tendremos una primera y última impresión, sin más apariciones ni mayor justificación. El peculiar aspecto del suelo de la habitación es reproducido en el vestido de Rebekah del Río, la cantante que se encarga de cautivar al espectador de los minutos finales en el capítulo 10 con su sencilla (aunque muy fiel al espíritu de la serie) canción No Stars, acompañada de Moby a la guitarra, y a su vez de recordar la relación de esta nueva Twin Peaks con toda la obra cinematográfica de Lynch, al tratarse de la misma cantante que observaban entre lágrimas (al modo en que, en un sala de cine, hacían la Anna Karina de Vivir su vida o la Kim Min-hee de En la playa sola de noche) Laura Elena Harring y Naomi Watts en Mulholland Drive.






Tampoco es casual la presencia de los insólitos cuadros que adornan el despacho del director del FBI Gordon Cole, interpretado por el propio Lynch, convenientemente resaltados en el capítulo 3: 

















Aunque de Franz Kafka no tendremos noticias más que en el espíritu que por momentos se apodera de la trama, la explosión atómica será el núcleo del capítulo 8, cuyas virtudes como desatado torrente experimental no esconden el señalamiento de la primera prueba atómica, llevada a cabo por el gobierno de Estados Unidos (presidido por Harry S. Truman, homónimo del sheriff de Twin Peaks) en julio de 1945 en Nuevo México, como el  posible origen del mal que desde el mismo episodio piloto ha arrollado y marcado a fuego la vida de la pacífica y casi inmutable aldea que da nombre a la serie. 





Con el nacimiento del mal atómico también nace la fascinada observación del mal atómico, y ahí surge el paralelismo, muchas veces citado en los meses que han transcurrido desde la emisión de este impactante episodio, con el cineasta experimental Bruce Conner y su mediometraje Crossroads (1976), centrado en una de las pruebas nucleares que se llevaron a cabo en 1946 en el atolón Bikini, en las Islas Marshall. Un paralelismo que va más allá de lo anecdótico al producirse en una época en la que la obra de Conner fue objeto de exposición en diversos museos del mundo y la observación de la bomba filmada puso en primer plano la comparación entre la reacción del público museístico, por un lado, y la de la Logia Blanca en Twin Peaks, por el otro.

En el segundo de los casos, aparece una de las constantes de la serie: la resistencia, a veces desesperada, al mal, la intención de paliarlo, reducirlo o eliminarlo acudiendo a todos los métodos posibles, incluso a los más esotéricos, faltos de equilibrio o de razón. Twin Peaks constituye a su alrededor un barroco andamiaje que sirve para camuflar la asfixiante realidad presente e intentar efectuar un gigantesco quiebro que nos devolverá a un origen anterior al error primigenio y que permitirá salvar algo, o alguien, que se malogró de la peor manera. Los extraños seres que observan asombrados en la serie el cúmulo de maldad que desencadena el arma más mortífera jamás creada hasta entonces reaccionan intentando introducir una encarnación del bien en el mundo, un bien que tiene el nombre y la imagen de... Laura Palmer. El conocimiento de su terrible final nos inunda de una frustración que termina por contaminar nuestro regreso después de un cuarto de siglo a un pueblo condenado. 

Porque, veinticinco después, el pueblo maderero cuya aparente inmutabilidad venía marcado por el fijado y cerrado número de habitantes que aparecía en su cartel de bienvenida ha evolucionado y ha sufrido algunos cambios, hasta llegar a convertirse en un lugar espectral, habitado por espíritus fracasados y errantes, a la manera de la Comala de Pedro Páramo. Nos queda claro que no ha podido cerrar la herida que supuso el pesadillesco y desquiciado desenlace de la joven de sonrisa angelical que refulgía como reina de la belleza del instituto, desenlace cuyos tonos más crudos dieron forma a Fuego camina conmigo y que no podían sino terminar con el Réquiem en do menor de Luigi Cherubini que acompañaba a la parte final de tan salvaje peripecia. Hasta uno de los pocos personajes a los que la tragedia de Laura Palmer parece haber servido para mejorar (de alocado camello y ocasional asesino a respetado policía local), Bobby, no es capaz ahora de ver un retrato de la que era su pareja "oficial" -frente al secreto y sórdido submundo en el que ambos se sumergían sin medida- sin llorar y sin dejar sentirse torturado por  tan doloroso recuerdo, acentuado por un lento y doble travelling hacia su rostro y hacia la fotografía y por el uso del tema de Angelo Badalamenti.

En este contexto, el regreso del agente Cooper surge como una necesidad que no se concreta hasta la parte final y sin duda más inspirada de esta última temporada, cuando su doble Dougie Jones ya amenazaba, al modo del Mr. Chance que inmortalizaron Jerzy Kosinski, Hal Ashby y Peter Sellers, con llegar a presidente a base de unas catatónicas maneras que tienen la misteriosa virtud de ser descifradas como muestras de genialidad por el abúlico mundo que los rodea. Antes, su otro doble, el poseído por Bob que a golpe de cabezazo contra un espejo marcaba el siniestro final de la primera Twin Peaks, ha ido campando a sus anchas y haciendo añicos el recuerdo del alegre y optimista agente del FBI de cuya debilidad hacia el café, la tarta de cereza y las rosquillas no tenemos más que lejanas reminiscencias en forma de parodia, en los momentos más ligeros y autoconscientes de la serie. Del laberinto en que se encuentra perdido el Cooper original existe una impresionante representación visual al comienzo del capítulo 3: 

Y solo un capítulo después, un esquivo guiño en forma de pulgar hacia arriba y sonrisa ingenua nos transmite la idea de que todavía sigue existiendo, en algún lugar, el espíritu del personaje original, por más que su corrupción parezca irreversible: 

El renacer de Cooper tiene la fuerza del despertar tras una depresión, de la primera campaña electoral de Barack Obama o de la fundación de Podemos, y con él llega el único momento inequívocamente entusiasta y optimista de estos 18 nuevos capítulos. Aunque, cinematográficamente hablando, la referencia está en Aki Kaurismäki y Un hombre sin pasado:


La cita a Kaurismäki no es casual: si Dougie Jones es un personaje de cine mudo cómico, lo único que separa a Cooper del Markku Peltola que empieza de nuevo a vivir para transformar el mundo que le rodea es su profesión, aunque la progresiva pérdida de referentes y de profesiones dignas hace que hasta un policía pueda llegar a ser el personaje positivo que nunca habría sido décadas antes en el universo del cineasta finés, como pudimos ver penúltima película, Le Havre. Y si Cooper regresa es para iniciar de inmediato un retorno a la misión de su vida, Laura Palmer, aunque por el camino se quede la mismísima Audrey que, sin salvación posible y emparedada en un penosísimo matrimonio, nos ofrezca una de las caras más amargas de lo que pueden hacer veinticinco años para estropear una vida que era ejemplo de vitalidad y esplendor. 

El periodista Manuel Jabois escribía recientemente que
hay más amor fuera del amor que dentro.
y esa sentencia sería aplicable a la imposible relación entre Cooper y Laura; la Laura que antes de morir sueña con él sin que jamás se hayan visto y el Cooper que pretende salvarla muchos años después de su muerte en un hercúleo esfuerzo de voluntarismo que acerca el onirismo de la serie a la definición que esbozó Jean-Paul Sartre: 
El sueño no es la ficción tomada por la realidad; es la Odisea de una conciencia
porque detrás de su obsesión, que toma cuerpo nada más recuperar la conciencia de sí mismo, está la certeza del fracaso que no le dejó descansar en su prolongada hibernación: no haber podido impedir su cruel asesinato. Para ello acude al pasado, al mismísimo día en que se produjo el crimen, se acerca a ella, la llama, la coge de la mano, pero... la pierde. 




El siempre vitalista y sonriente agente pierde la sonrisa y la energía para siempre, y el intento de reparación del revés primigenio se revela una repetición del mismo descalabro. El último cartucho de un Cooper ya transformado a fuerza de fracasos en una mezcla de todas sus versiones -incluso las peores- nos traslada a una realidad paralela, una relación sexual con Diane marcada por el desapego entre dos extraños que quieren huir de un angustioso momento y, a la manera del ¡Qué bello es vivir! de Frank Capra, una visita al pueblo apagado y triste que hubiera sido si Laura Palmer nunca hubiera existido, en el que hasta el Café Doble R de Norma y Shelly está cerrado y sin síntoma alguno de actividad y en el que además del silencio solo oímos el rumor del viento y el cantar de los grillos. 






Interpretemos como interpretemos la aparición de la que ahora se denomina Carrie Paige, su deprimente presente no parece muy distinto del que hubiese llevado la verdadera Laura de haber sobrevivido a su excesiva juventud: ninguna vida en Twin Peaks ha sido mejor que la suya, y ese microcosmos del casi extinto rural americano se amplifica hasta metaforizar el fracaso y la frustración consustanciales a cualquier vida adulta.





Por encima de cualquier debate sobre los límites de la televisión, del inevitable fenómeno fan y del ensordecedor ruido con que las redes sociales amplificaron cada emisión semanal de la última creación de David Lynch, la triste conclusión que destiló el regreso de esta mítica serie es que no hay segundas oportunidades: el pasado amargo nunca vuelve sino es en forma de una amargura mayor, cualquier intento de resarcir las grandes decepciones solo consigue envenenarlas todavía más y, en definitiva, la única conciencia posible de la vida es la conciencia del mal de la vida. Quizá Twin Peaks haya sido un sueño, pero los sueños también acaban mal.

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