18 de diciembre de 2017

El orden de un año

A finales de 2016 era fácil justificar la conveniencia de elaborar y publicar una lista de los mejores estrenos cinematográficos del año, como corolario de una temporada de escritura marcada por cierta constancia, que prometía seguir al mismo ritmo. Hoy, sin embargo, es un poco más difícil: la actividad de esta página ha tendido últimamente a lo guadianesco, la temporada de cine no ha sido la mejor e incluso la división en años se antoja ahora poco significativa: una convención heredada, un tanto arbitraria conociendo que el estado de la cuestión del arte cinematográfico y su distribución comercial debe ser valorado en períodos de tiempo más amplios, sabiendo además que enero supondrá una extensión de la situación de diciembre y no supondrá corte significativo alguno. 

Abundando en estos argumentos, imaginemos una historia. Un hombre, a finales de marzo o principios de abril, va cubriendo el recién descubierto trayecto en autobús de casa al trabajo, mucho más satisfactorio y evocador que el hasta entonces habitual desplazamiento subterráneo en metro. Sentado en la última fila, alrededor de las ocho de la mañana, un día soleado y que se adivina esplendoroso, observa una glorieta cuya fuente central está bellamente iluminada ya, a horas tan tempranas, por la luz natural y la fuerza de la incipiente primavera; de fondo, la gente caminando, con un mayor o menor grado de preocupación, dividida entre los ociosos que dan un paseo matinal y quienes se desplazan hacia sus centros de trabajo. 

El hombre citado lleva unos auriculares y escucha la banda sonora de una película que le conmueve, aunque no sabe qué le conmueve más: la música en sí, el recuerdo de la película, el recuerdo del día en que la vio y dónde y cómo o el de la persona a la que se la contó. Como resultado de todos estos ingredientes, el protagonista de la historia tiene la sensación, durante unos minutos, de que su vida está plena, de que lo tiene todo, de que todo va bien y seguirá yendo bien de forma irreversible: que todo el pasado tiene un sentido porque ha desembocado en ese presente, tan perfecto. Al ser consciente de esto, se le saltan unas lágrimas de alegría, pocas, pero las suficientes como para hacerle sentir que, por prudencia, debe disimularlas: y lo hace, hundido en el asiento, mirando por la ventana del autobús. El momento de esplendor se queda ahí.  




La historia continúa. Ese mismo hombre, solo tres meses después, ha perdido todo rastro de plenitud descrita; al contrario, pasa sus días sumido en un océano, paralizante y devastador, de angustia, y el recuerdo de la anterior situación solo le produce desesperación. ¿Qué ha cambiado? Todo, aunque exteriormente parezca que sólo ha cambiado un pequeño detalle. El detalle suficiente para transitar del cielo al infierno, y para dudar de que cualquier minuto de una vida que se le antoja, ya para siempre, fallida y terminada, haya merecido la pena y que no deba borrarlo de su memoria. 

Termina la historia. Han pasado unos pocos meses más y el protagonista ha conseguido que la angustia se calme y que evolucione, poco a poco, desde un dolor teñido de vacío hacia un vacío teñido de dolor. De la plenitud inicial no quedó ni rastro: solo el recuerdo del día en que se tradujo en lágrimas, por la singularidad y la inconsciencia del momento y por la certidumbre de que no volverá a ocurrir. 

Esos tres instantes, a modo de tesis, antítesis y síntesis, podrían formar parte del mismo año y de la misma persona. Ordenados así, ¿cuál sería el balance? El problema de acotar de forma tan rígida los períodos de tiempo sobre los que hacer recuento es que la parte final, desde la que se valora, es la que adquiere todo el protagonismo; en realidad, todo balance se convierte en balance de lo más próximo. Como susurraba Amy Adams en el comienzo de La llegada, de Denis Villeneuve:


























Ahora, invirtamos el orden de la historia que hemos contado. Los hechos serían parecidos, igual de reales y auténticos (o de irreales y de inauténticos) que en el primero de los casos; sin embargo el balance del año, opuesto. Quizá, ni siquiera haga falta invertir el orden, sino tan sólo asumir esta concepción de los hechos vividos:









Aunque estas imágenes puedan llevarnos a recordar de forma muy vívida las palabras que escribía Marguerite Duras en El dolor: 
Creo deplorar levemente haber perdido la ocasión de morir en vida. 
Llegados a este punto, leemos a alguien como el director del Festival de Cine de Ourense, Fran Gayo, afirmar que
2017 me ha parecido un año tan nefasto en tantos aspectos que, honestamente, plantearse hacer un best of de estos 12 meses en cualquier campo es una invitación lo primero a ponerse guantes de látex y mascarilla.
y pensamos que, por más que las razones se hayan debilitado desde hace un año para acá, viendo el estado de cosas, tal vez no somos los principales portadores de la antorcha del pesimismo, aunque a veces lo creamos. Concedámosle, en cualquier caso, el espacio suficiente a cada uno de los momentos estelares de la cosecha de cine anual, poniendo aquí un punto y seguido con el propósito de que 2018 suavice un poco nuestras dudas sobre la conveniencia de hilvanar sujeto, verbo y predicado y nos ahorre, a mí y a los pacientes lectores, estas disquisiciones introductorias que nos alejan de lo sustantivo. 

2 comentarios:

Bob Roberto dijo...

Me hubiera gustado ver esa lista. Aun cuando te sigo por FA. Yo personalmente nunca he hecho listas de fin de año, veo muy poco cine actual como para preocuparme, más allá de particulares. Por lo demás feliz navidad.

Mario Iglesias dijo...

Habrá lista, la publicaré esta misma semana. Feliz Navidad para ti también.