18 de septiembre de 2017

Adolescencia y pesimismo

El pasado miércoles, 13 de septiembre, coincidían en la sección de Opinión del diario El País dos artículos con la adolescencia como argumento común. El primero de ellos, "Años noventa" de Manuel Jabois, ponía el foco en la película Verónica, de Paco Plaza: 
...solo días después de verla se empieza a pensar en todo lo que hay debajo del esqueleto principal, unas chicas haciendo una ouija que sale mal sin saber que cuando sale bien es peor. Por ejemplo, la soledad brutal de la protagonista, una niña de 15 años, huérfana de padre y ama de casa, que de repente ve cómo sus dos únicas amigas empiezan a pasar de ella; hay una pena delicadísima ahí, una tristeza de instituto que no da tiempo a sentir en la película, preocupados como estábamos por el diablo, pero en la que uno piensa después. Si la adolescencia en sí misma es un cuento de terror, una época llena de complejos y frustraciones, condicionada como ninguna otra por el reflejo que devolvemos a los demás, los que la pasamos en la España de principios de los noventa vimos ese terror multiplicado de una forma alegre y suicida. Si algo lo arreglaba eran los amigos, las tardes enteras echadas a perder con ellos; si algo lo podía arruinar para siempre era perderlos.

Y el segundo, firmado por Leila Guerreiro y titulado de forma inequívoca, "Adolescentes", afirmaba: 
Resulta curiosa la forma en que los adultos hablamos de “los adolescentes” como quien dice “los marcianos” o “esa gentuza”. A veces pienso que es debido al estrés postraumático: todos pasamos por esa etapa de desgracia fantástica y casi nadie quiere volver. (...) los adultos seguimos convencidos de que la soledad, la incomprensión y el vacío que a veces sobrevienen en esa etapa no son problemas de la condición humana, sino “cosas de adolescentes”. Como quien menta —qué alivio— una peste con fecha de caducidad.
Un tercer artículo, "La hora de la venganza", vio la luz en el mismo diario, pero once años atrás: era obra Javier Cercas, y en él decía:  
Como de joven uno suele ser un iluso, no es infrecuente que imagine (o decida) llegar a viejo sin haber tenido un solo enemigo, porque sabe que la vida es breve e intuye que atesorar enemigos es una labor casi excluyente, que impide disfrutar de los amigos. Eso suponiendo que uno haya gozado de una infancia y una juventud razonablemente felices. Algunos no son tan afortunados. Ahora se habla mucho del bulling, del acoso escolar. A ciertos devotos borreguiles de la incorrección política, esto les da mucha risa; a mí no me da ninguna. Como es obvio, no se trata de un fenómeno nuevo, sino de algo tan antiguo como el odio, sólo que antes no se le llamaba acoso y los acosadores recibían, de forma muy apropiada, el nombre de matones, o simplemente de canallas. Un poema de Luis Antonio de Villena cuenta la historia de un niño que durante seis años es humillado a diario por sus compañeros de colegio, humillado y ofendido y perseguido y golpeado e insultado. A diario. Todos hemos visto o conocido u oído hablar de niños así. Un día se marchaban en silencio del colegio, desaparecían para siempre, perdidos en la ruina de un futuro sin futuro.
Hablemos ahora de cierto tipo de cine: el cine pesimista. Y lo hacemos con precaución: el pesimismo no es una corriente cinematográfica, ni hace alusión a propuesta estética alguna; hace alusión al argumento. Pero el argumento, a pesar de todo, importa. Y cuando se produce alguna gran polémica en torno a cierta película, o cierto cineasta, o cierto estilo, por mucho que despleguemos una gran batería de argumentos formales para situar nuestra posición en el terreno de la más aparente objetividad, no es infrecuente que el fin último del debate sobre una película aluda, sin más, a detalles del argumento, aunque esto casi nunca se haga explícito. 

Viajemos al festival de Cannes del pasado año 2016. El Gran Premio del Jurado fue a parar a Sólo el fin del mundo, de Xavier Dolan, que tuvo sin embargo una mala acogida crítica. Sobre ello, dos detalles: en los comentarios publicados en Twitter y en las crónicas publicadas entonces se hizo alusión a lo que había sucedido cuando Dolan, que entonces contaba 27 años, recogió el premio. En una crónica encontrada al azar se describe de esta manera: 
Las lágrimas del cineasta al recoger su premio chocaron con las carcajadas de la prensa en la sala colindante.
Esto es: se reían de sus lágrimas. El segundo detalle viene de un llamativo tuit del crítico argentino Diego Lerer, en el que decía lo siguiente: 
Xavier Dolan se queja de las malas críticas que recibió. Hacé películas como la gente primero y después hablamos...
Es decir: Dolan no es parte de "la gente". En una entrevista realizada meses después, el cineasta canadiense rememoraba lo sucedido en Cannes: 
Me sorprendió que muchas críticas se dedicaran a cuestionar quien yo soy, o la persona que el crítico piensa que yo soy.
Ahora aventuremos un juicio de intenciones, siempre arriesgado: la sospecha de que uno de los motivos de este estado de cosas con respecto a Xavier Dolan viene del pesimismo sin concesiones que destila su cine, en el que no deja de decirnos que no hay esperanza, que las frustraciones de la adolescencia jamás se superan, que las pésimas relaciones con los padres dejan huella para siempre y que nada más engañoso que creer que la edad adulta nos resarcirá de algunas de las humillaciones sufridas en las edades más crueles. Para una parte muy significativa del público y la crítica, el arte debe transmitir esperanza y el pesimismo hace peor una obra, por muy auténtica y verdadera que resulte su forma de llegar a él. 

Sobre este pesimismo, dos ejemplos gráficos, ambos presididos por un semáforo en verde que marca el camino libre, pero no hacia un futuro prometedor, sino hacia el abismo. El primero, en los créditos finales de Tom à la ferme, con Going to a Town de Rufus Wainwright sonando de fondo y con el protagonista, interpretado por el propio Dolan, recién salido de una experiencia pesadillesca y claustrofóbica pero dirigiéndose de forma angustiosa hacia el mismo mundo del que huía inicialmente: 














Y el segundo, el colofón a la más comentada secuencia de Mommy, en el que el sueño en el que todo se cumple se difumina y aparece la vigilia en la que todo se pierde:



Estos semáforos verdes, que nos precipitan hacia el choque con la realidad más prosaica, nos recuerdan la argumentación de otro ilustre pesimista, el filósofo marxista Walter Benjamin, que dejó escrita en su Tesis sobre el concepto de historia
Marx dijo que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Pero tal vez las cosas se presentan de muy distinta manera. Puede ser que las revoluciones sean el acto por el cual la humanidad que viaja en tren aplica los frenos de emergencia.
Cegada la vía revolucionaria, seguimos avanzando, sin frenos, hacia ese punto de llegada de Séneca citado por Héctor G. Barnés: la infelicidad de temer algo cuando ya nada se espera.  

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