28 de agosto de 2017

La mirada otoñal



Acudo, una noche fresca del mes de agosto, al cine Doré para ver por tercera vez Caníbal de Manuel Martín Cuenca, animado por la presencia del cineasta en la sala y por el tiempo transcurrido desde los dos anteriores visionados, el año de su estreno (2013). El público no es muy abundante, pero antes de entrar me encuentro con amigos y conocidos que salen de una sesión anterior de Céline et Julie vont en bateau (1974), película que me produjo una mezcla de irritación y desánimo solo cuatro días antes por el entusiasmo generalizado que creí percibir hacia ella en quienes me rodeaban y por mi admiración habitual hacia Jacques Rivette, en este caso severamente cuestionada. Es probable que de ello tenga muy poca culpa la película en cuestión: el espectador que soy ahora cae en la irritación y el desánimo con demasiada facilidad, como si estuviera buscando en la pantalla la confirmación de la sospecha, que me persigue últimamente, de que el cine no vale nada, y dedicarle tantas horas no ha sido más que un monumental error, una maniobra de distracción para no tener que lidiar con lo que de verdad importa (sea esto lo que sea). 

Entro en la sala y veo el rostro conocido del cineasta almeriense y, tras una breve presentación, comienza la película. En su estreno pude verla en una copia en DCP; en esta ocasión, en un extraño salto hacia atrás tecnológico, la copia proyectada es en 35 mm. Digo esto no porque crea en la superioridad del digital sobre el celuloide, sino porque Caníbal fue rodada en digital y el desangelado cromatismo que trasladan sus imágenes en comparación con el primer visionado es notoria, y un tanto empobrecedora. Una vez proyectada la admirable secuencia inicial, que vira de un aparente y hopperiano plano objetivo a un plano subjetivo desde el interior de un coche y que tanto me llamó la atención en su día -y sobre la que pude preguntar al propio Martín Cuenca en el coloquio posterior, logrando, como suele suceder con este cineasta, una respuesta a la vez sencilla y profunda, sin darse demasiada importancia pero sin dejar de transmitir la trascendencia que tiene para él cada imagen rodada y cada elemento dentro del plano; como resumió él mismo en otro momento de la charla, 
No debe haber nada por casualidad en una pantalla de cine
la película me va trasladando a la época y circunstancias del primer visionado, hace casi cuatro años. Y pienso en cómo era el espectador que entonces se sentó en la Sala 2 de los cines Golem y cómo es el de ahora: responden al mismo nombre, a unos rasgos físicos casi idénticos (más allá que alguna que otra marca, en el rostro, del tiempo transcurrido y las alegrías y decepciones cosechadas), pero la diferencia entre el primero y el segundo se parece mucho a la que hay entre las límpidas e impolutas imágenes digitales del primer visionado y las apagadas imperfecciones de una copia que en su conversión al celuloide parece haber sufrido algún tipo de apagón en sus luces internas. 

La convicción de estas diferencias se acentúa durante el metraje, observando la mirada que el protagonista, interpretado por Antonio de la Torre, dirige hacia las dos mujeres, Alexandra y Nina (interpretadas ambas por Olimpia Melinte), que sucesivamente irrumpen en su criminal existencia, en el primer caso para confirmarla y en el segundo para cuestionarla. En esta mirada hacia el personaje hay deseo y anhelo, pero también está presente la imposibilidad, el alejamiento, la inferioridad de estar en el piso de abajo. 



































Esta primera mirada es hacia una imagen borrosa; la segunda, ya mucho más nítida, recibe el reconocimiento y la contramirada de la observada, Alexandra, ya consciente del efecto que está produciendo. Por primera vez en Caníbal, oímos música (diegética, eso sí: la canción rumana Canta cucu-n Bucovina!, interpretada por Grigori Lese y que suena en el piso de arriba, y que acentúa la tenue melancolía de la secuencia). 
















































En la tercera mirada, esta vez hacia el personaje de Nina, el reconocimiento mutuo y la cercanía ya son mucho mayores, y hasta la cámara se permite cambiar el punto de vista para que el anhelo parezca estar presente también en el personaje femenino, que signficativamente abre la ventana de su piso y ofrece una estancia iluminada, con la lámpara encendida. Por segunda y última vez, suena de lejos la misma canción rumana que en la secuencia reseñada anteriormente.


































Paralelamente a la manera en que Antonio de la Torre se va acercando en sus sucesivos y cada vez más nítidos vistazos hacia Olimpia Melinte, el espectador que soy yo ahora va observando de manera progresivamente más cercana el tiempo pretérito y la persona que con cuatro años menos pretendía hacerse pasar por mí mismo y veía las mismas imágenes, y conforme las reconozco y me reconozco en ellas recuerdo la cita de Luis García Montero con la que Juan Marsé abría su novela El embrujo de Shanghai:
La verdadera nostalgia, la más honda, no tiene que ver con el pasado, sino con el futuro. Yo siento con frecuencia nostalgia del futuro, quiero decir, nostalgia de aquellos días de fiesta, cuando todo merodeaba por delante y el futuro aún estaba en su sitio.
o la forma en que Ernst Jünger comenzaba Sobre los acantilados de mármol:
Todos vosotros conocéis la profunda melancolía que nos sobrecoge al recordar los tiempos felices.   
Esa mirada anhelante hacia el propio pasado va alcanzando la certidumbre de que ya hemos llegado al otoño de la vida, que de la persona de 2013 no queda apenas nada más que un largo reguero de caminos entonces esbozados y ya definitivamente cegados, y que la desmotivación se ha cronificado y no podemos sino llegar a la convicción de que ya no es posible nada más que observar desde lejos lo que existió y desapareció. Porque, como tituló Javier Rioyo su conmovedora necrológica de Rafael Chirbes, ya es tarde para todo.  

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