28 de febrero de 2017

La señal luminosa y los argumentos doblegados


De entre las muchas ideas que Douglas Sirk va soltando sobre su concepción del cine en el libro de entrevistas Sirk on Sirk (que cuenta con dos ediciones en español: en Fundamentos, de 1973, y en Paidós, de 2002), del futuro biógrafo de Mao Jon Hallyday, hay dos que parecen muy presentes en los largometrajes que el cineasta nacido en Hamburgo rodó con Rock Hudson y Jane Wyman como pareja protagonista, Obsesión (1954) y Sólo el cielo lo sabe (1955). La primera de ellas hace alusión a su visión del happy-end, el forzado final feliz propio del folletín que el Hollywood clásico hizo suyo:
Ustedes saben que la tragedia griega es fundamentalmente pesimista. Pues bien cuando una película está a punto de acabar, Dios —un dios— se une a la acción y transforma la situación para ir a mejor, a fin de que el público pueda abandonar la sala y gozar de una noche de plácidos sueños... Tiempo atrás comparé el happy end con la señal luminosa roja—EXIT— que hay en los cines: la salida de urgencia. En caso de declararse fuego, o si en caso de guerra se produjese un bombardeo, hay una salida, puedes escabullirte hacia el exterior, reencontrar la luz del día, TE PUEDES SALVAR... Es un punto de vista irónico.
La segunda idea surge al tener que lidiar con un material como el que da origen a Obsesión, el remake de un film de John M. Stahl que formaba parte de la estrategia del productor Ross Hunter, presente en nueve películas de Sirk, de dar nuevo lustre, en color y formato panorámico, a los éxitos en blanco y negro de la Universal en los años 30. La reacción del autor de Escrito sobre el viento es visceral: 
Mi reacción inmediata ante Obsesión fue de desconcierto y de desaliento. Pero, aun así me sentía atraído por algo irracional que había en ella. Algo demencial, en cierto modo; bueno, obsesionado, porque esta es una maldita historia de locos donde las haya. La ceguera de la mujer. La ironía general; no la ironía en el sentido habitual de la palabra, sino como elemento estructural, un elemento de antinomia. El Doctor Philips, el marido de esta santa mujer, muere para que otro pueda vivir. Es una ironía euripidiana, el tema de Alcestes: una persona que aplaca la muerte ocupando el lugar de otra.
Y es al enfrentarse a esta situación cuando Sirk se plantea la misión de doblegar al argumento y vencer a la historia, y ahí consigue sus mayores logros: es capaz de hacer creíble lo más disparatado, a través de la puesta en escena. Como él mismo afirma en el citado libro y se destaca en un interesante texto al respecto del blog Un Hollywood Muy Personal, 
Una de las cosas más importantes en el cine, creo, es doblegar el material a tu estilo y a tu propósito. Un director es realmente un doblegador de historias.  
De esta forma, verbaliza la principal idea inherente a la consideración del cine como un arte: 
El papel del lenguaje en el cine tiene que tomarlo la cámara. Y el montaje. Tienes que escribir con la cámara. 
Acudiendo de nuevo al caso concreto de Obsesión, encuentra los casi invisibles huellas que permiten coger "el libro más confuso que te puedas imaginar" y transformarlo en una obra maestra: 
Es una mezcla de kitsch, locura y material de derribo. Pero la locura es muy importante y salva un material deleznable como Obsesión. Esta es la dialéctica: existe una distancia muy pequeña entre el gran arte y la basura, y la basura que contiene el elemento de la locura se halla, por esta cualidad misma, más cerca del arte.
Siguiendo estas ideas clave, llegamos en Obsesión al instante en el que su protagonista femenina, Jane Wyman, cae en la desesperación total y la posibilidad de redención se hunde: aparece "el fracaso como certidumbre, la constancia en la desgracia". Tras un primer intento fallido de recuperar la visión, en el siguiente plano se acentúa su dolor a través de una iluminación escasa (la justa para distinguir el rostro de la protagonista y de su hijastra), unos colores de fondo apagados y mortecinos, una ventana en la que no se distingue espacio exterior alguno, un fondo musical de gran patetismo y un progresivo acercamiento lateral a su rostro que deja claro su condición de persona atrapada:


En Sólo el cielo lo sabe, existe un momento equivalente: tras la ruptura entre los dos protagonistas, llega la Navidad y el personaje de Jane Wyman es consciente de que la renuncia al amor por las presiones de sus hijos y de su entorno no va a impedir la inminente pérdida de éstos, a punto de casarse y de instalarse en el extranjero, y de la casa familiar en la que vive. Pero, en este caso, la estrategia es distinta: vemos una iluminación clara y un predominio del rojo en el cuadro, como corresponde a la Navidad, pero de esta forma se enfatiza el doloroso contraste entre la época del año, favorable a reencuentros y calor humano y familiar, y la irreversible soledad hacia la que parece encaminarse su protagonista. La presencia final de la televisión y su reflejo crean un efecto semejante al del acercamiento de la cámara en el plano precedente de Obsesión: el futuro de la protagonista se constriñe y se encapsula sin remedio; por otra parte, actúa como guiño brechtiano que evidencia el folletín del que no terminamos de salir:


Nos encontramos, en ambos casos, con una profunda estilización, que hace posible una fuerte implicación emocional con la desgracia de la protagonista y que, de forma ejemplar, consigue que el cineasta pueda "doblegar" una trama de exagerada sensibilidad y trasladarla al terreno de lo verosímil. 

La señal luminosa que permite que a las dos películas escapar del final "deprimente y perturbador" que el productor Ross Hunter quería evitar a toda costa, frente a las iniciales intenciones de Sirk, aparece en forma casi literal en Obesesión: pocos segundos después del plano citado, entra por sorpresa Rock Hudson en la habitación de la ciega protagonista y su hijastra, interpretada por Bárbara Rush, se reconcilia definitivamente con este hombre y con la situación, a la vez que los espectadores, en este significativo cuadro: 


Por su parte, en Sólo el cielo lo sabe, se produce un encuentro tan "casual" como improbable: a la salida de una consulta del médico, el coche de una vieja amiga de la pareja ahora rota distingue con inusual agudeza a Jane Wyman en la misma puerta, aunque el encuentro entre ambas destila tal naturalidad que podemos dar por bueno que de la conversación posterior la protagonista salga convencida de que todavía no está todo perdido. 


Sin embargo, los finales de Sirk en las obras citadas distan mucho de ser una rotunda plasmación del happy-end. Así como algunos cineastas aprovecharon la imposición de un desenlace esperanzador para asumir esta obligatoriedad de forma irónica y terminar con una coda de carácter paródico (y aquí el más ilustre representante sería F. W. Murnau, con los minutos finales de El último), o con una explosión de júbilo tan hiperbólica que acentúa el carácter subversivo del metraje anterior (pensamos en el ¡Qué bello es vivir! de Frank Capra), el director de Imitación a la vida impone todas sus resistencias a una terminación adocenada y grata para el público y levanta nuevas barreras en el devenir final de sus protagonistas, sin abandonar nunca la ambigüedad. Solamente en el umbral de la muerte (de Jane Wyman en Obsesión, de Rock Hudson en Sólo el cielo lo sabe) se produce la aparente unión de la pareja, que sabemos demasiado indeterminada y tardía como para considerarla definitiva. En primer lugar, en Obsesión son constantes las invocaciones finales a "mañana" como el feliz punto de llegada, pero es un "mañana" difícilmente interpretable como "el día siguiente" y más bien entendible como un futuro indeterminado, quizá ya inalcanzable. En las imágenes encontramos una posible respuesta: 


Además del interesante paralelismo argumental con Luces de la ciudad de Charles Chaplin (mujer ciega, hombre benefactor que intenta ocultar su identidad y teme que ella recupere la visión aunque paradójicamente haga todo lo posible por ello), en estos últimos fotogramas en los que la pareja protagonista se reúne en el plano hay una significativa diferencia de iluminación entre el cuerpo de él y el de ella: en el caso de Rock Hudson apenas distinguimos la silueta, mientras Jane Wyman sí recibe luz en el rostro, no excesiva pero sí suficiente para distinguir sus rasgos. Si interpretamos que cada personaje está visto con los ojos del otro, quizá, pues, este cuadro nos indique que la ceguera no ha sido resuelta y que las palabras anteriores de ella ("creo que veo luces", "sé que voy a ver") no son más que una muestra de voluntarismo que la cámara se encarga de desmentir. En su última aparición, Jane Wyman cierra los ojos mientras repite la palabra "mañana", en lo que entendemos como una necesaria hipertrofia del futuro imaginado frente al presente, todavía luctuoso. 

En Sólo el cielo lo sabe tenemos la situación opuesta, un Rock Hudson convaleciente y una Jane Wyman expectante. En una sobresaliente interpretación de los símbolos de esta obra publicada en FilmAffinity, por parte de un autor cuyo talento literario solo podemos atribuir a su nombre de usuario, Servadac, encontramos una posible clave en dos elementos concretos: la luz azul, que representa al "cielo" del título original y que es la promesa de la felicidad entre los dos protagonistas, y el dormitorio, que estaría situado en el piso de arriba del molino rehabilitado para convertirse en el lugar simbólico de su unión, y que nunca llegamos a ver. La conjunción de ambos elementos llega a producirse de forma sutil en los inicios de la relación:


aunque esta luz dura poco ante nuestros ojos, y desaparece a la vez la irrupción de un pájaro en la escalera impide a Jane Wyman acceder al lugar deseado: 


En las secuencias finales esta luz azul aparece de nuevo, y de nuevo es negada. No es más que un anhelo cuya concreción no parece estar dentro de "lo que el cielo permite":


Del mismo modo, en la convalecencia final, de ambigüedad análoga a la del largometraje anterior, es un hecho la desaparición de esta rotunda y estridente tonalidad y no tenemos ni rastro del dormitorio: Rock Hudson se debate entre la vida y la muerte en un sofá, en una ambiente de tonos apagados y lánguidos. Es llamativo también que el elemento del cuadro que más destaque, y en el que se sobreimpresionan los créditos finales, sea externo a la relación: un ciervo, en una exaltación de la naturaleza frente a la miseria de la vida humana y del agridulce desenlace. 


En Obsesión y Sólo el cielo lo sabe, además de su descollante maestría visual, existe un espíritu común afín al trascendentalismo, en la primera película verbalizado como una filantropía sin límites que marca la vida de sus dos personajes masculinos (el fallecido doctor Phillips primero y el millonario Bob Merrick después) y en la segunda explicitada con la aparición del ensayo de Henry David Thoreau Walden, que representa la ética de Ron Kirby (vuelta a la naturaleza, autonomía, sinceridad, rechazo del éxito) y de sus amigos más próximos. En los dos casos, sin embargo, quienes representan a la perfección estas tesis son quienes no las conocen directamente pero las encarnan de hecho; así, en Obsesión Jane Wyman no ha sido informada de las actividades ocultas de su fallecido marido porque ya era "perfecta" sin saber acerca de ellas, y en Sólo el cielo lo sabe Rock Hudson no ha leído Walden, sino que "lo practica". El fulgor de las ideas queda, pues, en entredicho frente a la superioridad de la intuición.

De esta manera, con este dudoso punto de partida que describe el cineasta:  
Me daban un guión y me decían. ‘Aquí tienes esta historia, tienes una estrella, trata de sacar algo de esta basura.’ Pues muy bien, esto hace que tu imaginación se ponga a trabajar.
obtenemos un complejo y magistral punto de llegada, de una forma que Pere Gimferrer resumía así
Sirk no tiene empacho en servirse de elementos de cierta tosquedad, que no se adscriben a la tradición plástica noble, sino al mundo de la fotografía popular; sabe que el tratamiento a que los somete bastará para darles una entidad nueva y, en este sentido, para redimirlos. Tal entidad con todo, es autónoma: remite sólo al cine, y resulta turbadora en la medida en que no apela a coartada cultural alguna más allá de la imponente evidencia con que llena la pantalla. Por una parte, en cuanto dato literario, ni posee ni puede poseer capacidad de convicción; por otra parte, en cuanto dato fílmico, su capacidad de convicción es extraordinaria e irrefutable.

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