19 de enero de 2017

La absurda lógica del capital


Entre las muchas listas publicadas recientemente con "el mejor cine del año", me ha llamado la atención, por su exhaustividad, la del habitualmente citado Miguel Marías, al que vuelvo a sacar a colación por el corolario final a su relación de películas destacadas, en el que comenta su "desconcierto" porque una obra como Toni Erdmann haya sido, para un buen número de críticos, considerada la película más relevante de 2016, no encontrando en ella valor "de ningún tipo". La opinión de Marías no es la única a este respecto, y no debería causar ningún tipo de sorpresa: con cada película que genera un cierto grado de consenso, surge también su grupo de disidentes, que aseguran no entender al resto y consideran que hay algún tipo de error de apreciación generalizado, cuando no una clamorosa ausencia de inteligencia del grupo mayoritario o minoritario, según los casos.

A este respecto y ahora que llega su estreno comercial, estoy lejos de considerar que el tercer largometraje de la realizadora alemana Maren Ade es el mejor de año alguno, pero sí me parece una obra de gran valía, y no solo formalmente hablando, sino también y sobre todo como un síntoma de época. Abusando del derecho a la cita, me parece pertinente sacar a colación estos hechos que relata el filósofo esloveno Slavoj Zizek en su colección de ensayos Repetir Lenin
Recuerdo que, cuando yo era joven, un periódico estudiantil les hizo una jugarreta a los comunistas que estaban en el poder. Las elecciones en Yugoslavia eran prácticamente lo mismo que en otros países comunistas: por regla general, el Partido (o, para ser más exactos, su organización política de masas que hacía las veces de paraguas, que ostentaba el desagradable nombre de Alianza Socialista del Pueblo Trabajador) obtenía (ya que no la pauta stalinista del 99,9 por 100 de los votos, sino) alrededor del 90 por 100 de los votos. De esta suerte, en la misma noche del día de las elecciones se publicó una edición especial de este periódico estudiantil en el que en grandes titulares podían leerse estas "últimas noticias": "¡Aunque los resultados finales todavía no se conocen, nuestros enviados han podido saber de fuentes confidenciales cercanas a la comisión electoral que la Alianza Socialista se dispone a conseguir otra victoria electoral!" No hace falta añadir que el periódico fue secuestrado inmediatamente y su consejo editorial expulsado. ¿Qué mal habían hecho? Cuando el redactor-jefe protestó por el secuestro, preguntó ingenuamente a los apparatchik del partido: "¿Qué problema hay? ¿Resulta entonces que las elecciones han sido una farsa y que los resultados se conocían de antemano?". La respuesta del apparatchik, evasivamente agresiva, no deja de ser interesante, ya que aludía directamente al pacto social tácito: "¡Ya está bien de bromas! ¡Sabéis perfectamente lo que habéis hecho!". Así pues, no sólo se trata de mantener, contra la realidad de la elección forzada, la apariencia de la libre elección; esta apariencia, por su parte, no debe recalcarse demasiado estrepitosamente, ya que, de resultas de su manifiesta disonancia con lo que todo el mundo sabe, es decir, que en realidad las elecciones no son libres, no puede más que producir un efecto cómico... Por consiguiente, toda vez que ambas versiones están prohibidas (uno no puede expresar claramente la prohibición, pero tampoco puede declarar directamente el carácter de suyo aparente de la libre elección), la única posición que queda consiste en ignorar la cuestión, como si se tratara de un fastidioso secreto a voces. "Todo el mundo sabe que la apariencia de la libre elección es una farsa, así que no hablemos demasiado de ello ¡y sigamos con el negocio!".

El papel que interpreta Peter Simonischek viene a hacer una operación semejante a la de este grupo de jóvenes periodistas yugoslavos, en este caso al respecto del "sistema de valores" (las comillas son aquí muy necesarias) del capital en su versión actual, o lo que hace las veces del mismo, un batiburrillo de endebles improvisaciones, mezcla de lugares comunes, pensamiento positivo, 'paulocoelhismo' (si se admite el forzado neologismo) y algunos elementos de las religiones orientales, todo ello en un indigesto potaje a mayor gloria del capitalismo de carne de cañón barata. 

El Winfried que se transforma en Toni deja en evidencia la falsedad de la ideología dominante por el método de tomársela en serio y llevarla hasta las últimas consecuencias, poniendo sobre el tapete el vacío sobre el que se sustenta: así, se convierte en un coach y entrenador personal que desafía el absurdo ambiental con un absurdo similar, aunque en su caso y a diferencia de las creencias preponderantes lo hace sin ninguna finalidad aparente: la eficacia, la productividad y la eficiencia se ven cuestionadas al ser rota la lógica (o la ausencia de ella) en que se edifica su predominio. Dicho de otra forma, el absurdo orientado hacia el mal se ve desarbolado por el absurdo que se toma en serio a sí mismo.

Este espíritu de denuncia de lo disparatado ha alcanzado particular maestría en la cinematografía rumana contemporánea, y no en vano la acción de Toni Erdmann transcurre en buena parte en Rumanía, que aporta además a uno de los actores más característicos de las grandes obras que ha dado en la última década, el casi siempre inquietante (abortista clandestino en 4 meses, 3 semanas, 2 días, cacique asesino en la reciente Dogs) Vlad Ivanov.

Maren Ade compone una película con semejanzas formales con sus dos obras anteriores, apostando por una fotografía naturalista, la cámara libre y siempre cerca de sus personajes y una estética siempre funcional a la narración, sin apenas florituras, con discreción. Su parentesco mayor es con su ópera prima, Los árboles no dejan ver el bosque (2003), en especial a través de su torpe protagonista, que parece haber experimentado un destilado y perfeccionamiento notables en su huella en los dos personajes principales que dan sentido a Toni Erdmann.



En la Ines que interpreta Sandra Hüller, hija y contraparte femenina hacia quien se dirige la operación de desmontaje de Winfried-Toni, hay un apartamiento inicial de toda dignidad intelectual (su papel en las reuniones de empresa es terrible, limitándose a repetir un servil "estoy totalmente de acuerdo con usted", aunque el servilismo alcance extremos amargamente cómicos en el personaje de su secretaria) y, como consecuencia, de toda sensualidad (la paupérrima relación sexual de la que somos testigos es buena muestra de ello). Es en la aparente incompatibilidad inicial entre padre e hija en donde se produce el choque entre una lógica liberada de obligaciones y otra marcada por las servidumbres de la ambición, que queda al descubierto en uno de los iniciales reproches de ella: 
Hay gente de tu edad con ambiciones, más allá de ponerle un cojín tirapedos al de al lado.
Por otra parte, en una pregunta clave dirigida hacia ella ("¿Eres feliz?"), la ausencia de una respuesta digna de tal nombre demuestra que el trabajo ha colonizado su mentalidad por completo, aunque, como veremos en su evolución, parte de una constatación de insatisfacción absoluta, culminada por su sentencia ante uno de los instrumentos clave que el padre intenta esgrimir como parte de su actuación, algo tan modesto y tan sencillo como un rallador de queso: 
Tú y tu rallador de queso no impediréis que me tire por la ventana.

La irrupción del personaje que da título a la película es estrepitosa desde su mismo comienzo, marcado por un delirante diálogo con un cartero que llega de improvisto a su solitario domicilio. Una inesperada reaparición en una discoteca, transcurrido un tercio del metraje y cuando parecía que sus delirantes andanzas habían sido ya narrativamente liquidadas (en una muestra del buen manejo de los tiempos de la directora, que sabe dosificar sus intervenciones durante los primeros compases del film), marca el punto a partir del cual se enseñorea definitivamente de la obra. 



Winfried-Toni posee una gran lucidez al saber interpretar y denunciar los absurdos códigos por los que se rige el mundo actual, pero eso mismo lo condena a la marginalidad, de la que no dejamos de tener constancia hasta en sus intervenciones más serias (en especial, en una familiar fiesta de cumpleaños en la que es tratado como un intruso incómodo). Lo paradójico es que parece hasta sencillo desmontar el endeble tinglado ideológico que sustenta el estado de cosas reflejado en Toni Erdmann, pero el problema es que personajes como el protagonista solo suelen aparecer en la senectud: las servidumbres de la edad laboral o las amenazas en forma de soledad o incluso de psiquiatría disuaden a muchos de adoptar una actitud semejante. 

Quizá ahí encontremos el sello que certifica el valor de esta obra de Maren Ade: conseguir que una personalidad como la descrita sea algo más que una ruidosa molestia o que un chalado susceptible de ser aplastado como una mosca y alcance la entidad y la talla humana que es capaz de desarrollar en las casi tres horas de metraje es lo que confiere a una película un matiz revolucionario, con todos los peros que se quiera pero con todo el merecimiento de la expresión.

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