22 de diciembre de 2016

El mejor cine de 2016. Razones para una lista


La forma más sencilla de actualizar un blog de cine es a través de una lista: escogemos bien la excusa, pergeñamos un pequeño párrafo introductorio que justifique el limitarnos a enumerar diez o más películas, añadimos una fotografía vistosa para cada film y ya tenemos una forma fácil y popular de, en lenguaje posmoderno y neoliberal, "generar contenidos". 

Por ser tan fácil, he intentado no abusar de la fórmula, pero no por ser contrario a las listas en general (las he hecho, privadamente, de todas las formas y colores, por países, décadas, años, géneros...), que tienen al menos la virtud de expresar de forma diáfana el criterio propio: en esa jerarquía va siempre implícita una idea de cine (con las excepciones e incoherencias de turno). Y del mero acto de jerarquizar películas se deriva la convicción de que las ideas y las expresiones artísticas no son equivalentes (ni en su moral, ni en su estética) y, por supuesto, tampoco igualmente respetables: una noción, la de "respetable", que debe dejarse para los individuos, independientemente de a qué creencias se adscriban (también en el terreno cinematográfico). 

Si en esta ocasión nos animamos a publicar una lista de los mejores estrenos de 2016, ocho años después de la última (en la prehistoria de esta web), es por haber visto un elevado porcentaje de éstos, por considerar que algunos de los para mí más destacados han pasado demasiado desapercibidos y que, quizá, el mero hecho de enumerarlos aquí (y justificar el motivo) pueden animar a alguien a acercarse a ellos. Me limito a estrenos comerciales por ser un terreno acotado y hasta cierto punto accesible, aunque con un pequeño añadido.

1. Carol (Todd Haynes, 2015): Tras haber ponderado los méritos cinematográficos del que, en mi opinión, es el mejor largometraje del último bienio, cabe preguntarse por los  motivos últimos de la creación, ahora, de una obra tan sirkiana y con un aroma tan inequívoco a los años 50: quizá, la respuesta la encontremos en la evidencia de que en la historia del cine, desde sus orígenes hasta hoy, siempre ha habido ausencias y exclusiones, que marcan tanto su devenir como las presencias e inclusiones, y la única vía para intentar repararlas es señalándolas críticamente, a veces con tanta sinceridad y fuerza como para dar lugar a una obra maestra que supera cualquier atisbo de anacronismo. 



2. Paz en nuestros sueños (Sharunas Bartas, 2015): Con un tono elegíaco y transparentemente autobiográfico, el actor y director lituano Sharunas Bartas llegó por primera vez a las carteleras españolas de forma casi clandestina y dando forma cinematográfica al dolor y al sufrimiento, con un modélico empleo de subtextos y una estética impregnada la aflicción más profunda: la que no se verbaliza, sino que marca los rostros, las actos y el ambiente de quienes la sufren.




3. La llegada (Denis Villeneuve, 2016): La polarización creada alrededor de esta obra recuerda a la que se suscitó en su día con Terrence Malick y El árbol de la vida, y remite a la creencia, o no, en las posibilidades del cine para dar forma y credibilidad a teorías omnicomprensivas tan complejas como desapegadas del presente más inmediato. Si en un cineasta la ambición artística que obvie cualquier riesgo de ridículo y que le haga ser capaz de lanzarse sin red en un tramo final hipnótico, denso e íntimo a partes iguales, es una virtud, como aquí creemos, La llegada es la plasmación más profunda y acabada de ello.



4. Caballo Dinero (Pedro Costa, 2014): El punto de llegada del ciclo cinematográfico que Pedro Costa ha dedicado al humilde y atormentado inmigrante caboverdiano Ventura es un oscuro y simbólico relato  hospitalario en el que las pesadillas se cuelan por entre unas rendijas lo suficientemente grandes como para dejarnos intuir el frío de una vida, el horror de un pasado colonial y las ruinas de un presente sin futuro.



5. El juez (Christian Vincent, 2015): A raíz de su estreno, intuimos (como así fue) que sus características lo condenarían a ser un film minoritario: poca acción, pocos diálogos, un protagonista que vive fuera de modas y ensimismado en la pulcritud de un trabajo que infunde entre temor y respeto, y una tenue línea argumental que tarda una hora en desvelarse y que desde entonces fluye con una morosidad impropia de tiempos tan dados a la velocidad, a la impaciencia y en definitiva, a la intrascendencia. Pero, a pesar, o precisamente por todo ello, su huella será más profunda en quien sepa concederle la atención que merece, y encuentre en sus protagonistas algo más que dos personas alejadas de la sociedad: se topará de frente con el mismo aroma a champán que tiene el agua fría después de una saturación de bebidas hipercalóricas.



6. El abrazo de la serpiente (Ciro Guerra, 2015): El indígena Karamakate, en dos espacios temporales separados por cuarenta años de distancia, es testigo de la extinción de su pueblo y la película nos lo muestra rompiendo buena parte de la lógica que esperaría cualquier espectador contemporáneo y occidental, a través de sueños alucinógenos, abigarrados y kurtzianos líderes dementes y, a la manera del bello título de John Gianvito, el afán de lucro (escondido a veces como "sed de conocimiento") y el murmullo del viento en desigual batalla, con los ecos de una masacre como único vestigio de los exterminados olvidados. 



7. The Tribe (Miroslav Slaboshpitsky, 2014): La influencia que el cine de Michael Haneke ha ido desperdigando por diversos autores europeos ha consistido, en buena parte, en hacer gala un sadismo gratuito y mortecino. En este largometraje ucraniano el ascendiente del austriaco se convierte en algo muy distinto: la violencia cruda y seca que desprende es una consecuencia lógica de un enfermizo mundo que refleja y que, en su metafórica aridez, también ha desterrado las palabras y puesto en primer plano las formas de relación más primarias y más auténticas. 



8. Mi hija, mi hermana (Thomas Bidegain, 2015): Las limitades virtudes del cine de Jacques Audiard aparecen, sumamente amplificadas, en el debut como director de su guionista habitual, Thomas Bidegain: el diestro manejo de unas elipsis que abarcan años, la capacidad para fijar un foco realista en el islamismo francés, muy poco presente en las manifestaciones culturales de aquel país, y para mirar de frente algunas de sus consecuencias, con la suficiente honestidad para que no haya un ápice de trazo grueso al adentrarse un terreno tan pantanoso como conflictivo. El molde fordiano del que nace esta obra es trascendido en las dos décadas que abarca su metraje, en el que el sutil e inolvidable desenlace nos sitúa frente a la irreversibilidad de las opciones vitales radicales, para quienes las toman y para quienes (también) las sufren.


9. Mustang (Deniz Gamze Ergüven, 2015): Si por algo resulta sospechosa la etiqueta de "cine necesario", es por la tendencia de muchos cineastas a esgrimir como escudo de defensa de un deficiente cuidado de las formas cinematográficos una temática social inatacable, con la que pretenden identificar su película. Por ello, cuando aparece una obra como ésta, con los abusos, el maltrato, la religiosidad más represiva y el patriarcado más criminal como principal materia de su argumento, es difícil superar la desconfianza de inicio: pero con una gran habilidad en la gradación del drama, una sutileza y un acertado uso del fuera de campo para las derivadas más insoportables del relato y un tramo final capaz de implicar al espectador más abúlico, consigue superar las expectativas y hacer recuperar la fe en el papel transformador del cine de denuncia, esta vez sin matices peyorativos y sin renunciar a la calidez, a la belleza y al aliento poético de una sensualidad casi panteísta.


10. La muerte de Luis XIV (Albert Serra, 2016): La exagerada confianza en sí mismo que muestra Serra es solo pareja a su monumental irreverencia, que aquí es capaz de mostrar en su mayor vulnerabilidad (y quizá, dar el tiro de gracia) tanto al actor fetiche de la nouvelle vague como al epítome del monarca absolutista, con un plano final cuyo poder desmitificador es digno del mejor intelectual descreído.



Y si a alguien no le convence esta lista, la próxima vez lo haremos mejor. 

Me permito dos pequeños añadidos: en primer lugar, la que considero mejor película no estrenada (ni con estreno previsto para 2017), La larga noche de Francisco Sanctis de Andrea Tesla y Francisco Márquez, ejemplar muestra de austeridad y economía de medios para configurar un mundo opresivo, en el que la identidad de su protagonista viene dada por su opción por la fidelidad o infidelidad moral, sin posibilidad de puntos intermedios, al ideal revolucionario que algún día conformó su personalidad y que en el presente es, quizá, solo un recuerdo. Los cineastas no dudan tomar formalmente partido, en espera de que su protagonista haga lo que nosotros, como espectadores, y ellos mismos, con una cámara que sigue con lealtad al progresivamente asfixiado personaje, deseamos hasta la ansiedad.



Y, por último, como peor película del año no puedo menos que mencionar a La reconquista, de Jonás Trueba, sobre la que sería pertinente sacar a colación una argumentación que hilé a propósito de la obra más reciente de Richard Linklater, Todos queremos algo: la celebración acrítica de la inmadurez pasada, a la que se hace revivir en un presente continuo como parte inseparable e irrechazable de la personalidad actual, es una actitud un tanto decepcionante en un cineasta de mirada adulta, en la que siempre cabría esperar un atisbo de autocrítica sobre las deficiencias de la persona que quedó atrás en algún lejano momento de la posadolescencia. Si en el caso de Linklater podemos considerarlo un elemento criticable pero no esencial de su más que apreciable filmografía, en el caso de Jonás Trueba es, lamentablemente y como ha dejado constancia en su último e incalificable largometraje, mucho más que un síntoma: no existe mirada adulta y su inmadurez como realizador no es un defecto de juventud, es el objetivo final en el que parece dispuesto a recrearse hasta hacernos decir basta.

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