31 de enero de 2016

Jacques Rivette y la identidad de un crítico

Uno de los pocos privilegios de que esta página web sea, por diseño, frecuencia de publicación y autores (uno solo, yo mismo) nada más que un blog, con todas las limitaciones que ello conlleva, es la posibilidad de escribir en primera persona, sin necesidad de "objetivizar", esa palabra que tantas veces se utiliza para no opinar sobre una película, para dedicarse a hacer diplomacia y relaciones públicas a través de la crítica de cine (a ser posible, utilizando las mismas palabras y términos del aparato publicitario de su productora) y desprender de significado lo que dicha tarea como crítico significa y que es, simplificando al máximo y desde mi no tan modesto punto de vista (la humildad no es la mejor acompañante para ejercer esta labor), diferenciar las películas buenas de las malas, las que merece la pena ver y las que desechar al cubo de basura, las que nos acercan al conocimiento que implica el descubrimiento y la comprensión -siempre parcial- de toda obra de arte (más allá de la emoción) y las que nos aportan intelectualmente lo mismo que un chiste de Lepe. 

Viene esto a propósito del reciente fallecimiento de Jacques Rivette, un crítico y cineasta francés al que siempre profesé una intensa admiración, a pesar de que su cine está recorrido por dos características que me suelen repeler en otros autores: su querencia por la verbalización (que casi siempre desecho como "verborrea" o, dicho de otro modo, desaprovechamiento de las características del lenguaje cinematográfico en beneficio de la exhibición de las cualidades como dialoguista del autor del guión) y la presencia, tan evidente que satura sus argumentos, del mundo del teatro, lo que en otros directores de cine me suele parecer una colonización del cine por parte de la dramaturgia y que en Rivette me parece exactamente lo contrario. 




Pero no voy a hablar del Rivette cineasta, sino del Rivette crítico, si es posible diferenciar ambas tareas en una obra tan coherente e intelectualmente poderosa que incluye un documental, en tres partes que suman cuatro horas y media de duración, sobre Jean Renoir realizado para la serie Cineastas de nuestro tiempo, en el que aunó de forma ejemplar las dos labores. A propósito del que fue redactor jefe de Cahiers du Cinéma durante su época de mayor calidad e influencia, realizó en su día Jean-Marie Straub la siguiente valoración (cuyo conocimiento y traducción al español le debo a la Revista Lumière): 
Voy a decir por qué Rivette es importante. Porque Rivette, justo después de haber terminado Paris nous appartient, declaró: «el vacío intelectual de las películas de Louis Malle». Y se publicó. Hoy, en Italia, nadie publicaría algo así, ni siquiera en Il Manifesto, lo juro. Eran capaces de decir: «el vacío intelectual de las películas de Louis Malle». Si alguien dijera hoy: «el vacío intelectual de las películas de Rosi», sería puesto… arrestado. Es eso lo que ha cambiado. En la época, la revista Cahiers du cinéma, de la que Rivette era el redactor jefe, era una revista de combate, de lucha, y de guerra también. Porque destruían a Delannoy, que es una gloria del cine francés. Es como decir… ¿Cómo se llama esa bonita historia de Bellocchio? Vimos hora y media en Buti bajo las estrellas. L’Ora di religione. Es para vomitar, y hay que tener el valor de decirlo. Y Rivette en la época en su revista tenía el valor de decirlo. También tenía el valor para decir que los Taviani son unos fracasados sentimentales y que no hay la menor emoción en sus películas, ni en las de Bellocchio; no hay más que salsa, es como una sopa que dan ganas de vomitar, imágenes inútiles que no existen, que no se sostienen, que no están ahí, no hay nada en la pantalla. En la época Cahiers hacía este trabajo siendo capaces de decir: «el vacío intelectual de las películas de Louis Malle», lo cual era una cosa terrible en la época. Truffaut escribió páginas y páginas en Art contra Delannoy, para defender a Bresson. Siempre lo hacían para defender alguna cosa. Hoy estamos en un momento en el que incluso la estimable revista Filmkritik no es capaz de salir del sincretismo o de… En resumen, todo va bien, Straub, Rivette, David Lynch, ¿cómo se llama ese que era presidente en Cannes? Tarantino… Es lo contrario que esos jóvenes, que tenían un medio para llegar a algo. Todo es genial, el portugués también… Oliveira. Y Sokurov, claro. Todo es lo mismo. Es una enfermedad. Ellos tenían el valor de sembrar la polémica y hacían la guerra, no para agredir a la gente, sino para defender… por ejemplo las películas de Cocteau contra las películas de Delannoy o las películas de Bresson contra las de Louis Malle o Roger Vadim o Delannoy. Eso es lo que era importante.
Y la propia revista añade de su cosecha, como colofón a estas declaraciones: 
Hoy día tienen que existir revistas que hagan la guerra y no revistas donde entre cualquier cosa. 
Con estos pronunciamientos, no puedo menos que recordar una reciente y breve polémica en la que me vi envuelto a propósito de la recepción de El hijo de Saúl, contra la que escribí un breve texto al regreso del Festival de Donostia que fue contestado (a la vez que otras críticas de los compañeros Antonio M. Arenas, Jonay Armas, Gonzalo Ballesteros y David Tejero) por Gabriel Doménech en el que asimilaba y criticaba nuestras formas de hacer crítica con las de Jacques Rivette (y en concreto, con sus famosas palabras sobre Kapo, de Gillo Pontecorvo), de la siguiente manera: 

El problema, volviendo a nuestras abyecciones, es el planteamiento que adopta Rivette. Él, desde mi punto de vista, no niega la posibilidad de representación. La aversión que le genera «Kapò» se da no por el hecho de “mostrar”, sino por el de “mostrar de un modo concreto”. Su postura, por lo tanto, consiste en ensalzar un modo de representación respecto a los otros. El modo de representación “correcto”, que se situaría en las antípodas del de Pontecorvo, se justificaría más por su superioridad moral que por su validez estética. No hablamos de que en términos narrativos, formales o meramente icónicos la obra pueda resultar torpe, errada o tópica; es que, literalmente, la elección de unos determinados recursos de puesta en escena transforma automáticamente al cineasta en abyecto, en una mala persona, para entendernos. Tales posturas son claramente retrógradas, más allá de la ideología política profesada por los que las defienden. Son retrógradas por lo programático e intolerante de su cuerpo argumental: “el que practique este u otro credo estético diferente del que predico yo es inmoral, se sitúa al otro lado de una barrera de lo aceptable y lo permisible; barrera que para más inri he establecido yo mismo”. En una época en que instituciones otrora poderosas, como la Iglesia o los Estados autoritarios, han perdido gran parte de su influencia en la praxis artística, ciertos axiomas críticos corren el riesgo de ejercer la misma función reprobatoria y censora que aquéllas, al clasificar taxativamente los objetos artísticos en válidos o no desde puntos de vista ajenos al propio hecho estético. 
Y de esta forma, sin pretenderlo, comprendí cuál era mi identidad como crítico: la que Gabriel tilda de "retrógada" y yo veo como radical y revolucionaria: la que se basa, ni más ni menos, que en posiciones firmes; la que aplica criterios de justicia y no de bondad o de complacencia, y la que desecha el sincretismo, las medias tintas, la diplomacia y las buenas intenciones. 

Por todo lo que, a favor de esta forma de hacer crítica, hizo Jacques Rivette a lo largo de su vida (y de la que se puede ver una interesante muestra en los textos que difundió en español el blog de la distribuidora Intermedio, bajo el título de "El cautivo enamorado"), y dejando clara la distancia oceánica que separa a un simple comentarista aficionado con conocimientos limitados sobre las técnicas del cine de un nombre clave de la Historia de Séptimo Arte, dejo constancia desde aquí de quién es el crítico al que siempre querré parecerme. 

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