Existe un género cinematográfico cuya principal razón de ser -dejando a un lado matices y con todos los peros que se le quieran poner- es la sublimación de un genocidio. Si bien han existido intentos de ajustar cuentas con este hecho (el último y más conocido, el de Quentin Tarantino y su Django desencadenado), la ideología subyacente a la mayoría del western americano es uno de los agujeros negros en la conciencia de la historia del cine, y uno de los efectos más indeseados de la hegemonía de los Estados Unidos en la conformación del imaginario derivado de la existencia de este arte fundado en 1895.
Por ello, toda película que intente acercarse, con seriedad, al punto de vista de los grandes perdedores en la cosmovisión derivada de una asunción acrítica de los postulados del western supone, en sí misma, un acontecimiento, por mucho que en la representación de los pueblos indígenas por cineastas no indígenas haya muchas cuestiones en juego y las inevitables críticas por el lado del rigor antropológico puedan hacer demasiado visibles tópicos adquiridos y costuras evidentes.