6 de mayo de 2015

¿La oscuridad sin fin?

En el último visionado de Vértigo al que pude asistir en pantalla grande, irrepetible por muchos motivos, me llamó la atención un plano muy breve, ubicado aproximadamente en la mitad del film, en el que vemos a Scottie visitando la tumba de Madeleine. Su cabeza está inclinada hacia abajo y sostiene su sombrero con la mano derecha. 



Se trata de un momento de una tristeza inmensa, infinita: conciso y sin subrayado alguno, muestra en pocos segundos la odisea interior que espera al protagonista, consciente de que la mujer a la que ama se ha muerto por una falla suya. Nadie, objetivamente, le puede reprochar nada, a pesar de las palabras injustas y brutales del juez que sustancia la muerte de Madeleine: Scottie padece de vértigo y no habría sido capaz de salvarla de ningún modo. Y, como luego sabremos, en realidad ella no está muerta, pero la magnitud de su desazón no puede atender a esos detalles: él la cree fallecida y su vértigo, por muy interiorizado y racionalizado que esté, no disminuye una conciencia de culpa que nada puede paliar. Por un lado, es la segunda muerte que se produce por este hecho, tras la de su compañero en la persecución policial por los tejados que vemos en la secuencia inicial. Y, por otro lado, un hecho tan objetivo como su vértigo es que su felicidad se ha lapidado para siempre por su incapacidad para subir unos pocos escalones. Un golpe acentuado además por lo que supone para el aspecto más irracional de su condición masculina, inclinada hacia la protección de su pareja y totalmente inutilizada tras un episodio así. 

Así como intuíamos en Camille Claudel 1915 (Bruno Dumont, 2013) la cara B de Diario íntimo de Adèle H. (François Truffaut, 1975) y los cuarenta años de reclusión en un psiquiátrico que pasaban en unos pocos segundos por delante de la pantalla, podemos imaginarnos el tiempo de calvario que el personaje interpretado por James Stewart tuvo que vivir hasta su recuperación. No sería tema para una película de Hitchcock, cierto es, pero al elucubrar sobre la terrible y angustiosa etapa de Scottie hundido en las tinieblas de la culpa, a poco que tengamos alguna capacidad de empatía, podemos sentir de cerca de las circunstancias más terribles y dolorosas que pueda vivir un ser humano, y quizá sólo sea casual que pudiese salir del oscuro pozo en que su desafortunada peripecia vital lo situó. Scottie lo pierde todo: el amor, la confianza en sí mismo, la esperanza, la capacidad para responder a cualquier estímulo... Su vida no es más que una pesadilla hecha realidad. 

Como decía William Styron en su breve obra sobre la depresión, Esa visible oscuridad, 
Para la mayoría de quienes la han experimentado, el horror de la depresión es tan aplastante que se sitúa más allá de lo expresable, de ahí la sensación de insuficiencia y frustración hasta en la obra de los más grandes artistas. Pero en la ciencia y en el arte, sin duda continuará la búsqueda de una clara representación de su significado, la cual, a veces, para quienes lo conocen, es un simulacro de todo el mal de nuestro mundo: de la discordia y el caos cotidianos, de nuestra irracionalidad, la guerra y el delito, la tortura y la violencia, nuestra pulsión de muerte y nuestra huida de ella en el intolerable equilibrio de la historia.




Y si bien sabemos que en Vertigo la representación de lo peor de la pesadilla de Scottie sucede fuera de foco, su mera intuición nos hace ver lo fácil que es caer en la desesperanza y que la vida se vea arrasada por la angustia de un futuro sin futuro, sin siquiera tener el paliativo del que nos hablaba Alejandro Gándara:
La vida es así. De vez en cuando te lo arrebatan todo. Pero al menos no te lo arrebates a ti mismo, ese mínimo consuelo que es también el primer acto de rebeldía.
Porque, en el caso de Scottie, como en el de muchos otros, no hay quien culpar: somos nosotros mismos los causantes de nuestra desdicha. Y sabiendo que te lo has arrebatado todo a ti mismo, piensas: tal vez, como lógico castigo, no haya salida y este pozo no tenga fin. Lo contrario se parecería demasiado al happy end que con tanta lucidez criticó Douglas Sirk: 
Pues bien, cuando una película está a punto de acabar, Dios —un dios— se une a la acción y transforma la situación para ir a mejor, a fin de que el público pueda abandonar la sala y gozar de una noche de plácidos sueños... Tiempo atrás comparé el happy end con la señal luminosa roja —EXIT— que hay en los cines: la salida de urgencia. En caso de declararse fuego, o si en caso de guerra se produjese un bombardeo, hay una salida, puedes escabullirte hacia el exterior, reencontrar la luz del día, TE PUEDES SALVAR... Es un punto de vista irónico.
Pero, sin aproximarnos a los excesos hollywoodiense, hay algo que William Styron concluía de su depresión y que tal vez no haya que perder de vista, por mucho que nos hayamos hundido en el fondo de la desesperanza y que creamos que la oscuridad no tendrá fin:
No hace falta hacer sonar la nota falsa o edificante para subrayar la verdad de que la depresión no es la aniquilación del alma; hombres y mujeres que se han recuperado de la enfermedad –y son incontables- dan testimonio de la que probablemente sea su única gracia salvadora: se puede vencer. 

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