16 de diciembre de 2014

Un mundo que ganar



Resulta difícil encontrar una obra, de cualquier tipo, en la que encontremos, de forma sencilla, directa, contundente e inequívoca, sin falsedades ni edulcoramientos de ningún tipo, un triunfo total y absoluto del Bien sobre el Mal y que además nos deje la certeza de que esa dualidad tan maniquea sigue teniendo algún sentido y no es una simplificación carente de cualquier referente real. El documental de Claude Lanzmann Sobibor, 14 de octubre de 1943, 16 horas es, sin lugar a dudas, una de esas obras, y el poso de emoción que deja su visionado se inscribe en la memoria con una contundencia como pocas películas de sus características consiguen hacerlo.

Sobibor contiene todas las virtudes de las mejores obras de Lanzmann y ninguno de sus defectos. Unos defectos que estaban muy presentes en su última película estrenada, El último de los injustos (2013), en la que a su presencia constante ante la pantalla, siguiendo (suponemos) la estela de Michael Moore y lastrando los méritos documentales del film en beneficio de su afán de figurar en la pantalla, se añadía la incomodidad plástica que producían los insertos de imágenes contemporáneas, rodadas con la más cristalina limpieza digital y excesivas en su duración, frente a las imágenes de los años 70, cuando se produjo la entrevista con el "injusto" al que pretendía rehabilitar,  Benjamin Murmelstein. En Sobibor la coherencia estética es total y a pesar de tratarse, de nuevo, de una entrevista realizada en la década de los 70, las imágenes contemporáneas que completan el largometraje (realizado en 2001) tienen la misma textura, el mismo sabor y el mismo olor que las rodadas treinta años antes, y su duración es la justa para situarnos frente a los lugares (Varsovia, Minsk, trenes en plano subjetivo, bosques nocturnos) que Yehuda Lerner, protagonista de la narración, fue recorriendo, contra su voluntad, en su progresivo descenso a los infiernos del campo de exterminio de Sobibor.

En todo caso, lo que convierte a Sobibor en una película inolvidable es la figura, tan sencilla como gigantesca, de Yehuda Lerner. Él mismo lo cuenta todo con una llaneza no exenta de orgullo, y el tic con el que sus labios parecen mostrar el nerviosismo de estar frente a la cámara (o, tal vez, una consecuencia de sus años como esclavo del nazismo) le dan el toque de fragilidad justo que hace que, al verlo y escucharlo, sintamos una irresistible empatía.

Pero, ¿qué es lo que nos cuenta?


Una hazaña. Algo que, por poco conocido para el público general y por impresionante, deja con los ojos como platos a cualquiera que tenga algo de sensibilidad hacia la suerte de la condición humana. En esencia: en el campo de exterminio de Sobibor, a las 16 horas del 14 de octubre de 1943, un grupo de presos judíos fue capaz de llevar a término una rebelión de una contundencia sin paliativos: citando a los guardianes del campo a la misma hora para entregar diversos encargos de albañilería y carpintería, les cortaron la cabeza con unas hachas y se fugaron. Así de simple y así de grandioso.

Y así, de un plumazo, Sobibor, 14 de octubre de 1943, 16 horas se carga en sus 95 minutos de duración el mito de la pasividad de los presos de los campos de concentración. Y todo mediante el testimonio de un hombre sencillo que, una vez narrada su hazaña, reconoce, a una pregunta de Lanzmann, haberse puesto pálido al recordarlo. Y la cámara, discreta en general, sigue el movimiento de las manos de nuestro protagonista cuando imita el gesto de golpear con un hacha el cráneo de los verdugos que, en ese glorioso día, recibieron su merecido. El hecho no fue anecdótico: tuvo tal trascendencia que, por orden de Heinrich Himmler, comandante en jefe de las SS, el campo fue desmantelado y se quiso borrar todo el rastro de su existencia.

Y, para terminar, Lanzmann nos ofrece, leído por su propia voz, un detallado recuento de la cantidad de víctimas que la existencia de dicho campo produjo,  desglosadas prácticamente por días. En ese recuento y en su efecto acumulativo, que nos hace intuir la medida de las masacres a las que puso fin la rebelión, alcanza Sobibor la definitiva trascendencia: la misma que dejaron unos hombres que supieron que no tenían nada que perder, más que sus cadenas, y que en cambio, tenían un mundo que ganar. El 14 de octubre de 1943, de una vez y para siempre, lo ganaron. 

4 de diciembre de 2014

Hacia el abismo a trompicones


Una de las indeseables consecuencias de una cinefilia tardía es haber tenido, durante demasiados años, la creencia de que las películas deben ser vistas solamente una vez: si no dejan huella, es que no merecen la pena y si la dejan, ¿para qué modificarla? En el fondo, lo que se escondía detrás de tan errónea apreciación era la idea de que estábamos dando un paseo temporal por el mundo del cine y, una vez visto "lo importante", volveríamos a los asuntos serios de la literatura, la filosofía y la política.

Con los años, resultó que no había nada más serio que el cine y que el efecto de una obra maestra vista hace un lustro quedaba demasiado diluido como para no permitir que, en otro contexto y otra situación vital, volviese a enriqucernos, emocionarnos o decirnos algo que en ese tiempo habíamos olvidado. Tan importante fue el primer visionado de Fresas Salvajes como el tercero, el mismo día en que la realidad nos empujaba de bruces hacia el duro asfalto y la única forma de asimilarlo era acudir a esos personajes que tan claro lo tenían y tanto podían ayudar a transformar la melancolía del fracasado solitario en la consciencia del adulto desengañado, que sabe que en realidad está muerto, por mucho que aparente vida y éxito. Y mucho más importante que el primero fue el tercer visionado de Vértigo, un largo fin de semana en el que tanto nos identificamos con las peripecias de un hombre atrapado en una cruel noria de obsesiones y autoengaños.
Hay otras películas que, después de un primer visionado en que se quedan simplemente en la categoría de "buenas", se instalan en algún extraño limbo  en el cual, lenta y casi imperceptiblemente, van creciendo, bien sea porque alguna secuencia concreta se nos reaparece una y otra vez, porque al escuchar algún fragmento de su banda sonora lamentemos no estar viendo la escena completa a la que daba vida o porque las circunstancias y el contexto en que la hemos visto por primera vez hagan extender la sospecha de que nuestra capacidad de asimilación estaba un tanto atrofiada y deseemos ponerla a prueba de nuevo.

Y en este punto llegamos a Mommy. Un catártico segundo visionado, arrollador como el caudal desbordado de un río, la ha convertido en la obra maestra que parecía  solamente implícita en el primero, y a Xavier Dolan en el genio no ya latente, sino muy real y presente. Al salir de este segundo y catártico pase, la pintada en una pared en las proximidades del Parque Madrid Río hablaba claro:
 Mi mejor amiga es la tarjeta de crédito. Firmado: Soledad.
Una amarga sentencia, muy a tono con la amargura sin paliativos que desprende la trayectoria vital de los tres protagonistas de Mommy y que podemos ejemplificar en tres significativos momentos. En el primero de ellos y abriendo la película, Die, la madre a la que alude el título, se ve envuelta en un accidente de tráfico, la cámara se pierde en el caos, suena de en el coche Building a mystery de Sarah McLachlan y, tras la confusión, un insólito encuadre: la parte superior de la esquina de la puerta delantera, que intenta abrirse y no puede, mientras Die pierde los nervios  y suelta brutales sentencias que apenas oímos. No es culpa suya, es sólo la perjudicada, pero las circunstancias la atacan desde el primer minuto.


El segundo episodio está protagonizado por Kyla, vecina de Die y de su hijo adolescente Steve, en el instante en el que es atacada por él en una de sus primeras clases particulares. La reacción del hasta entonces tímido personaje interpretado por Suzanne Clément, agresiva y violenta hasta el punto que hace orinarse encima al duro joven que tiene delante, nos hace intuir el origen de su tartamudez y de su año sabático como profesora de instituto: algún conflicto traumático en su labor docente para el que no encontró el más pequeño apoyo ni empatía en su marido ni en su hija, ante los que jamás dejará de tartamudear ni de mostrarse derrotada.

Y el tercer momento, definitorio del destino del citado Steve (y, tal vez, una pista de algún episodio adolescente del propio Xavier Dolan), sucede en su intervención en un karaoke intentando cantar Vivo por lei de Andrea Bocelli, cuando es sometido a hirientes chanzas, insultado y escupido por el público repetidas veces, hasta que no es capaz de contenerse y explota, lanzándose sobre sus humilladores armado con una botella rota para poner fin a tan lacerante situación y, de paso, al ingrato coqueteo de su madre con el interesado y poco interesante abogado vecino. 

En Mommy vivimos dos procesos, muy distintos entre sí pero muy habituales en cualquier vida sometida a los vaivenes de las contradictorias circunstancias: uno, inicial, en el que las cosas parecen mejorar, que se inicia cuando los tres protagonistas celebran su primera cena juntos y viven su gran momento de disfrute y relajación, en el que se conceden un libérrimo baile al ritmo de On ne change pas de Céline Dion ante una cámara que se aleja sin abandonar el constreñido formato de 1:1 (símbolo aquí de un mundo real asfixiante) y a raíz del cual Kyla y Steve inician una cómplice relación profesora-alumno y Die, mal que bien, empieza a salir adelante con sus trabajos de limpiadora y traductora esporádica. Una fase que llega hasta el primer ancheamiento del formato hasta el 1.85:1, que el mismo protagonista abre con sus manos en su beatífico paseo en bicicleta al ritmo del Wonderwall de Oasis y que se rompe bruscamente con la querella judicial por valor de cientos de miles de dólares y cuya amenaza inicia el dramático proceso inverso: el hundimiento total del precario mundo que los tres habían intentado construir y que alcanza su punto de no retorno con la fallida cena-karaoke entre Steve, Die y el abogado vecino y el intento de suicidio posterior del joven.

La última frase que Steve deja en el contestador de su madre, con una aterradora puesta en escena (fondo negrísimo, camisa de fuerza blanca, auricular de teléfono sujetado por una mano anónima):
Te merecías algo mejor que un puto subnormal como yo.
nos recuerda a una parecida dedicatoria que el poeta Leopoldo María Panero, fallecido este año, le dejó a su madre como frontispicio de su obra Aviso a los civilizados (1990):
A Felicidad Blanc, viuda de Panero, rogando que me perdone el monstruo que fui. 
y llega justo después de que hayamos visto una secuencia destinada a pasar a la historia del cine, y que seguramente, a raíz del estreno, será citada hasta la exasperación: al compás de Experience de Ludovico Einaudi, con el formato de nuevo abriéndose hasta el 1:85.1, con los tres protagonistas dirigiéndose a unas supuestas vacaciones, la cámara volando libre sobre un prometedor trayecto en coche y tras unas idílicas imágenes de playa y risas, de repente vemos el tiempo avanzar velozmente, al protagonista graduarse, crecer y casarse ante la alegría y la felicidad de todos y ante el asombro de los espectadores que lo observen de forma literal, sin sacar conclusiones de los muy desenfocados contornos de toda la secuencia. El fin de la música, la vuelta al formato encogido, la atroz amargura de ver las ilusiones disueltas de un plumazo y ante un semáforo paradójicamente en verde, marcan la conclusión de un episodio de terror: del terror que va más allá de fantasmas, catástrofes naturales, derrotas parciales o pérdidas momentáneas. El terror de saber que lo soñado jamás será posible, que la ilusión fue humo, que el paraíso no existía, que la esperanza era vana y que la verdad era mentira. Todo ello en cinco minutos que condensan, en sí mismos, la tragedia de la existencia humana.