10 de noviembre de 2014

La autodisolución de Pabst

Existen en la historia del cine misterios que dan lugar a sensaciones muy distintas a las que pueda producir el misterio del destino de Setsuko Hara. Misterios que, en vez de causar emoción, empatía o de incrustarnos un profundo vértigo en la conciencia, nos originan un malestar tan hondo que nos pueden hacer llegar a odiar la memoria de un cineasta, por mucho que hayamos visto grandes películas suyas.

Uno de esos misterios es el de Georg Wilhelm Pabst.



El mismo director que había realizado la mejor adaptación al cine de una obra de Bertolt Brecht, el que había rodado un ejemplar canto a la solidaridad obrera en Camaradería, el hombre que se exilió al minuto siguiente a la llegada de los nazis al poder y al que Joseph Goebbels jamás se hubiera atrevido a hacer una oferta semejante a la que hizo a Fritz Lang por la inequívoca fama de izquierdista que acompañaba a la vida y la obra de Pabst, de forma sorprendente e inopinada, volvió a Alemania en 1941. El mismo año en que el gobierno de Hitler tenía ocupadas, invadidas o anexionadas Francia, Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Dinamarca, Noruega, Polonia, Austria y la mitad de Checoslovaquia y en el que buena parte de los campos de concentración estaban ya funcionando a pleno rendimiento, el director de La caja de Pandora abandonó su exilio y se sumó, con armas y bagajes, al Tercer Reich.

Por mucho que, en un caso así, nos cueste, intentemos hacer un esfuerzo de comprensión, porque es fácil escandalizarse y condenar y difícil separar el grano de la paja. No todo cineasta que se quedó en Alemania durante esos años hizo un cine manifiestamente nazi, ni conviene tirar su nombre a la basura. Pensemos, en primer lugar, en el entonces llamado Hans Detlef Sierck, que inició su carrera como cineasta en pleno régimen hitleriano y no abandonó el país hasta 1937. Ahora bien, aunque no hemos tenido oportunidad de ver sus siete largometrajes realizados en esa época, sabemos que si no se exilió antes fue por las dificultades de su mujer, judía, en obtener un pasaporte; sabemos también que el mismo hecho de convertirse en director de cine fue una forma de buscar una salida del país, dado que su anterior ocupación como director de teatro impedía que su nombre fuese reclamado por ninguna empresa productora lo suficientemente poderosa. Aunque parezca un exceso citar de nuevo al director de Imitación a la vida, sus palabras exactas son muy pertinentes aquí:
Pasé al cine por razones de necesidad política. Comprendí que el cine era el medio internacional por excelencia.
Otro nombre relevante que inició su obra con Hitler en el poder es el de Wolfgang Staudte, el primer cineasta importante de la República Democrática Alemana en la posguerra y posteriormente hombre clave también en la RFA, en la que residió desde 1955. De nuevo tenemos el inconveniente de no haber visto sus películas anteriores a 1945, pero al menos sabemos que en 1933 se le prohibió trabajar como actor durante un tiempo y que dos de sus obras como director fueron prohibidas durante el nazismo  (Ich habe von dir geträumt y Akrobat Schööön!, si mis datos son correctos). 

Sobre Helmut Käutner, que según sus propias palabras decidió seguir rodando en Alemania pero "ignorando al gobierno nazi", baste decir que su primera película como realizador, La manicura del Gran Hotel  (1939), fue censurada por considerarse que daba una visión positiva de la cultura británica, y lo mismo volvió a sucederle con Große Freiheit Nr. 7 (1944), en este caso por mostrar el alcoholismo y la adicción a la prostitución de los marineros alemanes. Y, al menos en la notable Hacemos música (1942), podemos decir que consiguió su objetivo, permitiéndose además hacer una sutil denuncia de la situación bélica del país.

Y para terminar esta relación de nombres, conviene citar el de Josef von Báky, tal vez el más sospechoso a priori porque a él le encargó el mismo Goebbels el rodaje de Las aventuras del barón Münchhausen (1943) para celebrar el 25 aniversario de la fundación de la UFA. Vista hoy esa obra, lo único que cabe es felicitar a von Báky por haber sido capaz de rodar una estupenda e inspirada película de aventuras, sin el menor atisbo de consignas políticas, bélicas o raciales y llena de sentido del humor, imaginación y talento a raudales. 

  
Todos estos casos contrastan con el de Pabst. Porque, al contrario que los citados, él tenía prestigio en todo el mundo, había rodado en Francia y en Estados Unidos y sus posibilidades de elegir país no eran pequeñas. Y porque toda posible elucubración sobre una supuesta infiltración del viejo cineasta socialista en las filas enemigas para subvertir el estado de cosas en Alemania se derrumba después de ver la primera película que rodó en el regreso a su país natal, Los comediantes (1941): se trata de una obra rancia, rígida, acartonada, impostora, lúgubre; los actores declaman sin convicción, las gotas de nacionalismo alemán son ridículas y forzadas; la forma de denigrar al "enemigo", tan absurda que todas las circunstancias que rodean el viaje a Rusia de los protagonistas acaban resultando involuntariamente cómicas; los estereotipos estéticos son vergonzosos, y preferimos no profundizar en ellos o acabaremos haciendo con la memoria de Pabst algo semejante a lo que hicieron los partisanos italianos con el cadáver de Mussolini. 

En definitiva, Los comediantes es una obra tan vulgar y tan ramplona que, más que asombrar, asquea. Tal vez su director pensaba que, al rodar así, se estaba comportando como un verdadero alemán y como un verdadero nacionalsocialista, signifiquen lo que signifiquen tan imbéciles expresiones. En todo caso, después de verla, sólo cabe concluir que Pabst se había extinguido intelectualmente, se había autodisuelto como cineasta. 



Ya en la posguerra y una vez derrotados los ejércitos alemanes, el descrédito de Pabst fue total, con todo merecimiento. El relato de Lotte Eisner de los motivos de su regreso no puede más que sumirnos en el desconcierto: 

Le pregunté que porqué había estado en Berlín durante los sucesos de Múnich, y en Viena cuando estalló la guerra. Me demostró que si estuvo en Berlín fue porque su suegro se encontraba enfermo y murió a resultas de ello en esa misma ciudad –aquí tenía la noticia de su fallecimiento para que yo pudiese comprobarlo. Y lo mismo le había sucedido a su padre en Viena, al principio de las hostilidades. A partir de ahí la mala suerte lo había perseguido: me mostró los billetes de un pasaje que había comprado para él y su familia, que demostraban que su objetivo era llegar a Estados Unidos cuando, de pronto, él se lastimó tratando de levantar un pesado baúl (también guardaba los recibos de la clínica que lo operó). Yo le hice notar con aspereza que en las historias de Edgar Wallace (que Bert Brecht me había recomendado leer, como forma de evasión) el tipo que tenía la excusa perfecta era siempre el culpable…

Esta mala suerte y las demandas de su mujer lo llevaron de vuelta a Alemania, donde rodó películas que nunca más tendrían la fuerza de Camaradería y Westfront 1918.
Todavía en 2007, la peripecia vital del cineasta alemán fue evocada en Malditos bastardos, de Quentin Tarantino. Entre los personajes de Shosanna y Hans Landa tiene lugar este significativo diálogo: 
 
— ¿Cómo es que una muchacha tan joven es dueña de un cine?
— Mi tía me lo dejó.
— Gracias por ofrecer "Una Noche Alemana".
— No tuve opción, pero gracias.
— Adoro las películas de Riefenstahl, especialmente "Piz Palu". Es fantástico conocer una chica francesa que sea admiradora de Riefenstahl.
— Admiración no es el término que yo usaría para describir a Fraulein Riefenstahl.
— Pero admira al director Pabst, ¿no?
— Yo soy francesa, monsieur. Los franceses respetamos a los directores de cine.
— ¿También a los alemanes?
— Incluso a los alemanes.


Para concluir, y a modo de alegoría, saco a colación unas palabras de Encrucijada de odios (1947), de Edward Dmytryk:
Hace unos 100 años, en Irlanda,  el cultivo de patata fracasó. Fue algo serio. Muchos irlandeses vinieron para aquí. Inmigrantes. Su acento era diferente. Su religión era diferente. La mayoría eran católicos. Se asentaron en diferentes lugares. Les gustaba estar aquí. Yo supe de uno de ellos. Había sido granjero. Se quedó en Philadelphia. Trabajó y ahorró para comprar tierra. Se creía un hombre más viviendo en Estados Unidos. Pero de repente un día miró a su alrededor y vio que algo había sucedido.
Le asustó. El temor y el odio contra los católicos irlandeses se esparció como una epidemia. Él vio que ya no era norteamericano. Era un irlandés sucio. Un amante de los curas. Un espía de Roma. Un extranjero tratando de robarles empleos a los hombres. No lo entendía. No sabía qué hacer. No hizo mucho. No podía.
Pero un día, cuando unos hombres atacaron al cura de su parroquia en la calle él fue a ayudarlo. Se las arregló para meterlo en una tienda. Esa noche, camino a casa del trabajo, se detuvo por una cerveza.
Cuando salió del bar
dos hombres lo siguieron llevando botellas vacías de whisky. No querían matarlo. Sólo iban a golpearlo un poco. No empezaron con intenciones de matar, sólo con odio.
Pero 20 minutos más tarde, mi abuelo estaba muerto.
Eso es Historia, Leroy. No la enseñan en la escuela, pero sigue siendo parte de la verdadera historia de los Estados Unidos.
Del mismo modo, toda la miseria moral que acompañó a Pabst y a sus traiciones no se enseñará en ningún lado, pero forma parte de la verdadera historia del cine.