9 de enero de 2008

El Hitchcock británico


Siempre me ha gustado más el Hitchcock británico que el estadounidense. A pesar de que ninguna película de las que rodó en el Reino Unido alcanza la brillantez, sutileza, contención y maestría de Notorious o The wrong man (tal vez sus dos obras mayores, traducidas en España como Encadenados y Falso culpable), en sus películas británicas hay un punto de autenticidad, de inverosimilitud folletinesca en sus tramas (no es lo mismo situar una trama de espías alemanes en la recién iniciada posguerra de 1946, en la que aún pueden estremecer, que en plenos años 30 camuflados en unas pistas de esquí o en el pasaje de tren, donde provocan más bien hilaridad), de iluminación artesana que da sensación de pocos medios y, sobre todo, de un sentido del humor muy bien logrado a través de personajes grotescos situados en medio de una historia increíble, que provocan que filmes como El agente secreto, Treinta y nueve escalones o The lady vanishes (traducida en España como Alarma en el expreso) puedan ser vistos una y otra vez con la misma sensación de frescura y de originalidad.
Seguramente no hay en toda la filmografía de Hitchcock personaje más cómico y grotesco que el “conde la Villa de Alburquerque” al que Peter Lorre da vida en El agente secreto, en llamativo contraste con el siempre tranquilo y sobrio John Gielgud, y resultaría difícil encontrar en la etapa estadounidense del director alguna pelea tan absurda, ridícula y magistralmente irónica como el lanzamiento de sillas con el que Leslie Banks intenta cargarse a la banda de secuestradores que encabeza el mismo Peter Lorre en la primera versión de El hombre que sabía demasiado. Tampoco habrá un falso culpable que se tome su persecución con tanta socarronería como el Robert Donat que en Treinta y nueve escalones intenta convencer a Madeleine Carroll de que no sólo es un estrangulador y asesino, sino que además varios de sus familiares directos están en el museo de los horrores; y, yéndonos a uno de los puntos fuertes de la filmografía hitchcockiana (la entidad de sus actrices), resultará difícil encontrar después (tal vez sólo en el caso de Ingrid Bergman) alguna intérprete que supere a la ya citada Madeleine Carroll o a la Sylvia Sidney de Sabotage, que alcanzará el punto culminante de su carrera con los breves segundos de silencio antes de clavarle el cuchillo a Oscar Homolka.
Pocos creadores han hecho tanto como Hitchcock por consagrar el concepto de “autoría” en el arte cinematográfico, y por ese mismo motivo pocos son tan fácilmente identificables con un breve plano de alguna de sus películas menores. Desde The lodger hasta La posada de Jamaica, tenemos un extraordinario prólogo con lo que fue capaz de hacer en su país natal antes de realizar las películas por las que se convirtió en un hombre popular en todo el mundo, aunque es un prólogo de tanta categoría que equivale a varios tomos de las obras completas de otros muchos cineastas.