31 de diciembre de 2007

El mejor cine de 2007. Una lista subjetiva

Esta entrada tiene como objetivo mostrar una lista de las 10 mejores películas de este año, entendiendo como tales no las que hayan sido rodadas o estrenadas en 2007, sino las que yo he descubierto este año al verlas por primera vez (no se incluyen las que ya han sido reseñadas en este blog). Se trata, por lo tanto, de una lista completamente subjetiva.
Espero que la lista tenga interés para alguien; en caso contrario, tampoco tiene
importancia: otro año lleno de películas nos espera, y si este blog sobrevive para finales de 2008, la experiencia de este año dirá si son necesarias más listas o no.

1- Primavera tardía, de Yasujiro Ozu: otra vez Ozu ofrece un argumento tan trivial como trillado en su filmografía: la chica joven a la que buscan marido y no se quiere casar. Planos fijos, cámara aferrada al suelo, banalidad a raudales: y, una vez finalizada la película, la sensación de haber asistido a una rotunda obra maestra, a una contundente lección de cine y de vida que va dejando un sedimento tan potente que al cabo de dos horas la conclusión es que después de ver a Ozu nadie es la misma persona.


2- Nuestra música, de Jean-Luc Godard: a pesar de que Godard lleva más de dos décadas convertido en un cineasta invisibilizado y hermético, sus últimos filmes se cuentan por obras maestras. En esta ocasión, ofrece un lucidísimo ensayo político y literario en forma de película y demuestra que no hay ningún cineasta vivo que pueda comparársele. Godard hace años que juega en una categoría distinta a la del resto de los mortales.


3- Sin novedad en el frente, de Lewis Milestone: la carnicería sin sentido de la Primera Guerra Mundial, vista desde la perspectiva de una juventud alemana llevada al matadero por una intelectualidad degenerada y fúnebre. Milestone, con una estética de cine mudo (la película es de 1930), compone un terrible cuadro del triste camino desde el pupitre hasta la muerte en una batalla absurda.

4- La vida y nada más, de Bertrand Tavernier: otra vez la Gran Guerra, ahora en Francia y de mano de un Tavernier, en su –de largo- mejor película. Tres años después del armisticio, dos protagonistas moralmente destrozados por las consecuencias de la guerra son incapaces de amarse sobre un fondo de muertos y desaparecidos. Philippe Noiret, muy lejos de sus papeles habituales, borda una interpretación de militar desengañado.

5- Vete a saber, de Jacques Rivette: es casi un anciano –como Godard-, pero en 2001 Rivette rodó una sencilla y sorprendente obra maestra sobre el mundo del teatro con el bufón Sergio Castellito convertido en buscador de perdidas joyas literarias. Estupendos personajes, diálogos acertadísimos y música en su tono justo.



6- Harakiri, de Masaki Kobayashi: esta película es al cine de samurais lo que Fort Apache y Sin perdón son al western: una valiente y poderosa desmitificación, con el añadido de que Kobayashi va mucho más allá al mostrar una cruda realidad de clases sociales en el Japón del siglo XVII con la tensión narrativa digna de un maestro.


7- El puente de Waterloo, de Mervyn LeRoy: tristísima historia de amor entre militar y balarina, con una extraordinaria Vivien Leigh y la prostitución como mar de fondo, uno de los más creíbles y logrados melodramas románticos de todos los tiempos.


8- Pelle el conquistador, de Bille August: historia de un anciano analfabeto, viudo y desengañado con un trabajo esclavizante y su pequeño hijo Pelle como única esperanza. Una obra, temática y estéticamente, semejante a El árbol de los zuecos de Ermanno Olmi con el añadido de un magistral Max von Sydow.


9- Ossessione, de Luchino Visconti: la ópera prima de Visconti consigue construir un clásico del cine negro con escasos medios y estética neorrealista. Versión de El cartero siempre llama dos veces muy superior a la de Tay Garnett, salvo por el detalle de la actriz protagonista (muy lejos de Lana Turner).

10-El último metro, de François Truffaut: única incursión explícita de Truffaut en el campo de la política, con una alentadora y emotiva visión de la resistencia contra la ocupación nazi focalizada en un grupo de teatro. Por una vez, tuve la sensación de que Truffaut se implicaba hasta el fondo y daba lo mejor de sí mismo en la película, y me pregunto por qué no lo habrá hecho con más frecuencia.

27 de diciembre de 2007

¿Es bello vivir?


Si hay una película que desde hace décadas ha sido asociada sistemáticamente a la Navidad, ésa es sin duda ¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra, y los mejores blogs de cine lo recuerdan estos días. Puede parecer que utilizar determinadas épocas del año para magnificar obras que de otro modo carecerían de valor es una pésima idea, pero éste no es el caso de ¡Qué bello es vivir!, que es por encima de todo una gran película, sin duda la mejor de su director.
Realizado en 1946, el filme protagonizado por James Ste
wart y Donna Reed fue en su día un fracaso de taquilla –provocó el cierre de la productora Liberty Films-, un fracaso en cuanto a premios y la percepción inicial del público estuvo muy alejada de la celebración dickensiana de la Navidad que hoy parece llevar como letrero luminoso.
En realidad, fue la desidia de la productora original en renovar los derechos del filme en 1974 lo que propició que pasase a ser de d
ominio público, circunstancia que fue aprovechada con pertinacia por los programadores televisivos que convirtieron a ¡Qué bello es vivir! en el clásico navideño que es hoy, en una celebración de la vida y de la familia cristiana por encima de pequeños detalles sin importancia, como la pobreza, la infelicidad o el fracaso.
Es una demostración de que la televisión puede coger una película, manosearla como plastilina durante décadas y convertirla en algo que no es.
Porque ¡Qué bello es vivir!, a mi modesto entender, no es ni una película navideña, ni optimista, ni vitalista. Al contrario: es una historia muy triste. La historia de un hombre casado y con hijos que ha fracasado por completo y que, al borde de la quiebra y de la cárcel, decide suicidarse para que su familia pueda cobrar su seguro de vida. El fracaso del protagonista, al contrario de lo que era frecuente en el cine estadounidense de su época, no se debe ni a turbias conspiraciones, ni a la presencia de una mujer fatal que vampiriza las buenas intenciones iniciales, ni a una desmedida ambición capaz de llevarse vidas por delante. No hay ningún “pecado” que justifique, de acuerdo con la moral de la época, que a James Stewart le haya salido todo mal, que todos sus esfuerzos por viajar, salir de su triste y endogámico pueblo natal y convertirse en algo más que en el gestor de un ruinoso negocio heredado y condenado a la quiebra se estrellen una y otra vez contra la realidad.
Un caso sospechosamente parecido a tantos que suceden en la vida real.
Sin embargo, Frank Capra, como es habitual en él, después de mostrar las miserias de la vida de un ciudadano estadounidense derrotado por el sistema, adopta la actitud del niño que después de decir una verdad hiriente se asusta ante la reacción de los demás, se tapa los ojos y repite una y otra vez: “Era broma, era broma”. Por supuesto, era broma. Los pájaros cantan, las campanas repican y la nieve cae sobre nuestros hombros. Los últimos minutos de ¡Qué bello es vivir! son tan sospechosamente inverosímiles como los de El último de Murnau.
Por suerte, la fuerza del buen cine resiste incluso a finales como éste. ¡Qué bello es vivir! merece ser recordada y vista de nuevo por muchos motivos: el principal, para recordar que los mitos navideños pueden hacer daño a una gran película, pero nada puede hacer daño a los ojos puros del espectador dispuesto a ver sin pestañear una historia gélida y sentir el frío que desprende.

18 de diciembre de 2007

El crimen de Mazarrón

En una cinematografía tan maltrecha como la española, el rasgo más destacado (y triste) no es, con ser grave, la mediocridad y tosquedad del grueso de su producción, sino el boicoteo y cerrojazo al que siempre han sido sometidos los cineastas más auténticos, originales y artísticamente ambiciosos y dotados, que en la mayoría de los casos tuvieron que abandonar todo intento de hacer cine o dedicarse a emborronar su nombre prestándose a filmar subproductos indignos de su talento.
De este modo, podemos citar algunos nombres de buenos cineastas, que en ocasiones rozaron la maestría (como Luis García Berlanga, Juan Antonio Bardem, José Antonio Nieves Conde o Basilio Martín Patino), pero también tendremos que recordar que los últimos coletazos de su cine fueron palos de ciego muy poco afortunados. Del mismo modo podemos hablar de creadores que no sólo rozaron sino que llegaron plenamente a la maestría (como Víctor Erice), pero nos encontramos con que su obra es tan exigua y tan accidentada que resulta clarificadora respecto al odio que ciertos productores profesan al talento.
Entre todos estos nombres, si hay uno que hoy quiero destacar por encima de los demás por la calidad y autenticidad de su cine y porque, a pesar de ser el “maldito” por excelencia, consiguió labrarse una filmografía de entidad, ese es el del recién fallecido Fernando Fernán-Gómez. Su labor como cineasta, oscurecida por su gran popularidad como actor de cine y teatro en las más variopintas empresas, muestra una gran coherencia y un sólido enraizamiento en la realidad social que refleja, sin caer en el trazo grueso ni en la imitación o acomodamiento a géneros de tradición foránea. Además de algunas obras de maestría y solidez memorables (como El mundo sigue, El viaje a ninguna parte o Mambrú se fue a la guerra), es de reseñar, en la cima de su obra, la deslumbrante realización de El extraño viaje.
Una historia que debió llamarse El crimen de Mazarrón, pero que por los imperativos de la censura (empeñada en evitar cualquier publicidad negativa para la localidad aludida) se quedó con el que en todo caso es un buen título, empieza siendo un intento de cine social que muestra la rígida separación de clases en una pequeña aldea, con una cerrada y asfixiante casa burguesa por un lado y el resto del pueblo (dedicado a trabajar, charlar en la plaza y esperar el baile de los sábados) por el otro, evoluciona hacia un terror buñuelesco centrado en la casa burguesa por el súbito desquiciamiento de sus miembros (tres hermanos, dos de ellos –interpretados por Rafaela Aparicio y Jesús Franco- muy cercanos al cretinismo) , y finaliza con un giro hacia el cine negro y una larga confesión del desgraciado galán protagonista que muestra una realidad oculta de travestismo y sordidez, desembocando en el triste y certero final.
En El extraño viaje, todos estos elementos terminan ensamblando un gran filme, en el que destaca la presencia tan realista como dramática de la dura realidad de la mujer en la España rural, con el riesgo y el miedo latentes a caer en la prostitución o en la soltería perpetua (y con la presencia de Lina Canalejas, que también participaría un año después como esposa del propio Fernán-Gómez en El mundo sigue), y el coro de integristas religiosas muy dispuestas a colocar estigmas y aterrorizar cualquier atisbo de lucidez o de vida libre en el pueblo.
Este destacadísimo filme, realizado en 1964, no pudo ser estrenado con normalidad hasta 1969 gracias a la necia actuación de unos productores que auguraban a Fernán-Gómez un fracaso comercial por tratarse de una “película nocturna”.

11 de diciembre de 2007

La huella de los Corleone, II


Si hay un personaje secundario de la trilogía de El Padrino que merece un capítulo aparte, ése es sin duda el de Vito Corleone, que tanto en la primera como en la segunda parte es la principal sombra que sigue los pasos de su hijo y sucesor Michael Corleone. Con su voz rota y su aspecto de Drácula envejecido, la caracterización de Marlon Brando es de las mejores de su carrera (y superior en todo caso a la un tanto esperpéntica del desquiciado Kurtz de Acopalypse now) y puede decirse que estamos ante el personaje que justifica las acusaciones de “idealización” de la mafia que se han hecho a Francis Ford Coppola, aunque todo ello, como ya se ha dicho, quede desmentido con la evolución y desaparición final de la familia protagonista. 
Esa idealización viene dada por su majestuosa presencia en la primera entrega, convertido en un tan temido como respetado emperador que gobierna con sangre fría y hasta cierta sutileza el siniestro campo del crimen organizado y cuya primera y significativa aparición se asemeja a la de un latifundista que recibe uno a uno a sus aparceros, concediéndoles ciertas “gracias” a cambio de su sumisión absoluta durante la boda de su hija.
También es importante la presencia del abogado de la familia Tom Hagen, interpretado por Robert Duvall, huérfano adoptado y convertido en alguien por la de nuevo majestuosa generosidad del padrino Don Vito.

Y a través de los sucesivos flash-backs de la segunda entrega, descubriremos además que la trayectoria del primero de los Corleone es una variación más del tan estadounidense “hombre hecho a sí mismo”, y también la historia de una venganza hacia el jefe de la mafia local siciliana que asesinó a toda su familia y que provocó su huida, siendo niño y sin nada en los bolsillos, en un barco de inmigrantes hacia América. El Vito Andolini al que los funcionarios de inmigración convierten en Corleone por su pueblo de procedencia y que interpreta Robert de Niro se abre paso en un barrio de italoamericanos, en el que una vez más parece que la única forma de supervivencia de la nueva oleada de inmigrantes (tras la llegada de irlandeses y judíos) es la organización de eficaces mafias, ya que el Estado está siempre ausente y la épica del salvaje Oeste, lejos de haber desaparecido, se ha sofisticado.
Los actos del joven Vito, desde luego, no parecen guiados por la crueldad, sino por la revolucionaria pretensión de liberar al barrio del viejo mafioso que les impide sobrevivir, y su llegada a Sicilia para saldar la vieja cuenta pendiente con el asesino de sus padres no puede menos que ser celebrada por el espectador. 
Los pasos que van de Robert de Niro a Marlon Brando son, sin embargo, muchos y no parece difícil deducir que la laguna que va desde el joven vengador hasta el viejo emperador está jalonada de unos crímenes mucho más numerosos de lo que cabe intuir observando su plácida senectud. Porque Vito Corleone tendrá un dulce final, jugando con su nieto y en la cúspide de su poder, entre unas agradables viñas y en un día soleado; no será él, pues, quien vea pudrirse la tierra ni quien escuche los ecos de sus muertos.

5 de diciembre de 2007

La huella de los Corleone

No es habitual citar en las listas de mejores películas de todos los tiempos secuelas, precuelas o sucesivas continuaciones de un filme inicial. La mayoría de segundas o terceras partes obedecen a estrategias comerciales, y más que redondear o añadir cosas a una gran obra, lo que hacen es restarle méritos al cineasta que se presta a alargar artificialmente algo que ya tenía su punto y final.
Y sin hablar de éxitos comerciales que nada tienen que ver con el cine, podemos recordar la trilogía de Apu del gran Savtiajit Ray: de la obra maestra inicial, La canción del camino, apenas queda nada en una tercera parte (El invencible) tristemente desoladora.


Existe sin embargo una excepción: la trilogía de El Padrino, de Francis Ford Coppola. Las dos primeras entregas, vistas por separado, son grandes películas. La tercera, muy inferior a las anteriores, es en todo caso un filme interesante. Ver las tres seguidas es sin embargo una experiencia extraordinaria: cada una de las partes adquiere un sentido superior, se convierten en partes de un puzzle perfectamente ensamblado y muestra algo que en definitiva sólo se podía intuir con alguna de las partes: el total y absoluto fracaso de la familia Corleone, finalmente hundida en un río de sangre, muerte y soledad.
Más de una vez se ha interpretado que la trilogía de Coppola idealiza a la mafia y muestra una imagen dulcificada del crimen organizado. Es un punto de vista que, en mi opinión, sólo puede surgir de ver alguna de las partes, pero en ningún caso de la trilogía completa.
Y con la trilogía en las retinas, comprendemos que el Vito Corleone que interpretan Robert de Niro y Marlon Brando es un personaje secundario, el antecedente necesario del auténtico protagonista, Michael Corleone: el que empieza siendo un joven universitario en una familia de mafiosos, que se alista voluntario para luchar contra el fascismo en la II Guerra Mundial y quiere iniciar un camino distinto bajo la mirada benévola de su todopoderoso padre y la cálida compañía de una joven Diane Keaton, inocentemente sorprendida de los orígenes familiares de su idealista novio. En la boda de Constanza Corleone, con la que se inicia la primera parte, Michael responde a la incredulidad de su compañera ante lo que se va encontrando con un rotundo y lacónico:
Es mi familia, no yo.


Toda la costra de la que se va cubriendo el joven Michael para evitar ser determinado por su origen familiar va a desaparecer en una progresiva renuncia a los objetivos que parecían guiarle. El intento de asesinato de su padre le lleva a iniciar el camino del crimen por venganza, y es significativo que cuando Vito Corleone despierta en el hospital, el mayor disgusto se lo produce el saber que lo único limpio que quedaba en la familia se ha manchado también de sangre.
Los Corleone quieren que todo el entramado de crimen y muerte sobre el que se sostienen desemboque en algo positivo, y tras su renuncia y primer exilio en Sicilia Michael se consuela asegurando que “en cinco años, la familia Corleone tendrá una posición legal”. Poco después de pronunciar esta sentencia volverá a asumir el legado familiar con un nuevo crimen múltiple que inaugura su posición de Don, y ante el cual, como se ve en la última escena de la primera parte, se cerrará la puerta para siempre para una Diane Keaton cuya inicial desesperanza ante la degradación de su marido no tardará en transformarse en asqueamiento. Es tal vez el único personaje limpio de toda la historia: la mala conciencia de Michael, la que se enamoró del joven universitario y odiará al viejo criminal, la única que con la sola fuerza de sus presencias y sus ausencias marcará el camino del éxito o el fracaso de los Corleone.

El Michael epilogal es ya un influyente empresario que quiere limpiar el pasado familiar adquiriendo un gran banco, y en ese camino volverá a una Italia en la que le espera un esplendoroso homenaje vaticano, “un vergonzoso acto de tu Iglesia”, como dirá Diane Keaton. Con Michael en la cima de su poder e influencia, con todos sus enemigos asesinados, de nuevo veremos (como sucedió con Charles Foster Kane y su Rosebud) que un hombre puede ganar el mundo pero perder su alma, y el desolador fin de la estirpe se producirá en una vieja silla, sobre una árida tierra que se secó por ser regada con sangre.