31 de julio de 2007

Ingmar Bergman alcanza por fin la Muerte

La noticia de la muerte de Ingmar Bergman me llega en un tórrido y detestable día de verano, y creo que en un caso como éste es conveniente, antes de pontificar sobre alguien de quien tengo un conocimiento más que incompleto (sus memorias, Linterna mágica, están esperando en una estantería a que me decida desde hace demasiado tiempo), aportar una siempre insuficiente visión personal. Cualquiera que observe el perfil del autor de este blog verá que entre sus cineastas favoritos aparece el nombre de Ingmar Bergman. Sin embargo, no siempre ha sido así. Mis primeros encuentros con Bergman fueron más bien encontronazos: su ópera prima, Crisis (1946), me pareció en su día, y me sigue pareciendo hoy, una lamentable y pésima pedrada, aunque conociendo su obra posterior no podríamos calificarla más que como un pequeño borrón debido a la inexperiencia. La visión de algunos de sus filmes posteriores, como Gritos y susurros, Como en un espejo, Persona, El silencio o Los comulgantes me llevaron a sentir una gran antipatía hacia quien se empeñaba, una y otra vez, en mostrar ante la pantalla sus enfermizas obsesiones, como si sintiese una especie de placer sádico en recrear el dolor extremo, la muerte, la religiosidad llevada hasta extraños límites, y todo ello en un clima de sordidez casi fétida. Durante años, no pude asociar el cine de Bergman a otro calificativo que no fuese el de infernal.



Sin embargo, fue el peso de una sola película, una sola obra maestra que se impuso sobre mis reticencias con una rotundidad casi física (Fresas salvajes) me llevó a dar una segunda oportunidad a buena parte de su obra, y si bien hoy El manantial de la doncella no puede resultar de ninguna manera una película que ayude a construir un mundo mejor, sí es cierto que me ha quedado fuera de toda duda que la violación y muerte de la rubia y resplandeciente muchachita que encarnaba Birgitta Pettersson no era un simple capricho sádico de su malvado director, sino que formaba parte de una historia que en el fondo se pretendía hermosa. No era Bergman alguien entre cuyos intereses intelectuales se encontrase la celebración de la vida y sus placeres o la transmisión de un mensaje de esperanza, y su visión de la existencia era inequívocamente sombría. Sobre esta visión, construyó una admirable obra en la que aparecen siempre reconocibles una pléyade de actores (Liv Ullmann, Ingrid Thullin, Max von Sydow, Gunnar Björnstrand, Bibi Andersson, Erland Josephson, Harriet Andersson), cuyos rostros se antoja imposible asociar a cualquier otro cineasta y con los cuales supo crear, con una facilidad pasmosa, multitud de momentos decisivos en los que parece que la historia del cine se detenga. Entre éstas, hoy podemos rememorar la visión final, ante un espejo y con su hija en brazos, del abandonado Lars Ekborg en la triste y sinceramente misógina Un verano con Mónica, la confesión de Gunnar Björnstrand a Ingrid Thulin en Fresas salvajes de su deseo de estar "total y definitivamente muerto", la desmesuada confesión de odio y asco del mismo Björnstrand hacia su compañera en Los comulgantes, el agónico tragar de pastillas de Liv Ullmann en Cara a cara o el brutal e inolvidable momento en el que Max von Sydow ejecuta la venganza sobre los asesinos de Birgitta Pettersson, en la irrepetible El manantial de la doncella.

26 de julio de 2007

Gail Russell

Veo un convencional western, El ángel y el pistolero (1947), una de las dos películas que dirigió el competente guionista James Edward Grant. El filme, como otros muchos, intenta aprovechar el tirón de John Wayne, que aquí ejerce también como productor, a raíz del incontestable éxito de La diligencia (1939).
Tal vez no haya muchos motivos para recordar El ángel y el pistolero, ni siquiera para verlo más de una vez, salvo para cinéfilos empedernidos que disfruten con cualquier western en blanco y negro con buenos actores, aceptable guión y artesana dirección. En mi caso, además del citado, hay otro motivo para recordarlo: el descubrimiento de una actriz, hasta ahora invisible para mí, que posee unos ojos llenos de bondad y una cara rebosante de belleza inocente. Su papel también ayuda a acentuar estos rasgos: es la hija única de una familia de cuáqueros, ascetas pacifistas con un único principio: la bondad por encima de todo.
Busco su nombre: Gail Russell. Me pregunto cómo es posible no haber reparado nunca en semejante joya y busco más películas suyas. En vano: su carrera es escasa. ¿Por qué?
Finalmente encuentro la respuesta: Gail Russell, tal y como su aspecto indica, era una mujer extraordinariamente inocente, dulce y tímida. Para superarlo e intentar triunfar como actriz, recurrió abundamente al alcohol, que le hacía superar sus nervios ante las cámaras. La dependencia de alcohol fue la principal causa de que la Paramount decidiese no contar más con ella a partir de 1951, cuando sólo tenía 26 años. Diez años después, el mismo alcoholismo le causaba un mortal ataque al corazón.
Como decía un personaje de Aki Kaurismäki, la vida es desilusión.

9 de julio de 2007

El cine es todavía más grande


Hace casi dos años que dejó de emitirse el programa ¡Qué grande es el cine! de TVE, y parece que el nombre de José Luis Garci ha quedado unido a un espacio que, a tenor de lo que nos puede indicar un breve y no muy exhaustivo paseo por la red, podemos decir que ha dejado huella. La programación cinematográfica de los canales televisivos (la única, a mi entender, que justifica la existencia de dichos canales) ha empeorado notablemente desde que en diciembre de 2005 el (mal) director asturiano se despidió con Fresas salvajes, de Ingmar Bergman.
Partimos de la base de que ¡Qué grande es el cine!, en sus diez años de duración, emitió los mejores filmes de Welles, Mizoguchi, Ozu, Lang, Rossellini… En cuanto a la selección de títulos, poco habría que objetar, aunque se hubiera podido buscar una mayor coherencia en cuanto al orden en que fueron emitidos. Bergman no apareció hasta el final, el documental fue ignorado y durante algunos meses se insistió con westerns de serie B que poco o nada añadían a Ford, Hawks o Peckinpah. En cuanto a los cines periféricos, tan sólo apare
ció el asiático, casi siempre de la mano de japoneses consagradísimos (aunque también se hizo un hueco a Imamura y la inolvidable Balada de Narayama); el cine latinoamericano fue ignorado, y ni Torre Nilsson ni el documental político que cambió el género tras la Revolución cubana tuvieron cabida en el espacio de Garci.
En todo caso, podríamos considerar que como espacio de divulgación del cine clásico más consolidado ¡Qué grande es el cine! cumplió una inestimable labor. Y, sin embargo, también por este flanco cabría atacar. El empeño en emitir copias dobladas de películas como El halcón maltés o Ciudadano Kane, que probablemente son más fáciles de conseguir en versión original subtitulada que en la correspondiente versión española, resultó una pésima decisión. Máxime cuando filmes como La dama de Shanghai y Ladrón de bicicletas, entre otras muchas, siguen contando con un doblaje predemocrático, que desvirtúa buena parte del argumento y hace ver a Orson Welles comentando que mató a alguien “en Trípoli”, cuando en realidad está vanagloriándose de haber matado a “un
espía de Franco”, o la vergonzosa y cristianísima voz en off de los últimos segundos del filme de Vittorio de Sica, que en ningún caso existían en el original. Y qué decir de los anuncios. Los cortes publicitarios de 12, 13, 15 minutos, en mitad de Cuentos de la luna pálida de agosto o de Los verdugos también mueren son la forma más prístina de escarnecer y emponzoñar una obra maestra.
Por último, los contertulios merecen capítulo aparte. La mayoría de ellos, sencillamente, no sabían de cine, y en los últimos años, el plató se llenó de gentes del PP (Juan Antonio Gómez Angulo, Sánchez Dragó, Fernando Rodríguez Lafuente, Pío Cabanillas, Luis Alberto de Cuenca), con los que Garci
quiso visualizar sus nuevas lealtades políticas. Jamás vimos, sin embargo, a grandes críticos como Carlos F. Heredero, Alberto Elena o Ángel Fernández Santos. Por suerte, la presencia de Miguel Marías (definido acertadamente por Iván Reguera como “rata de filmoteca implacable, un tipo con ojo, con una memoria acojonante y con un sentido del discurso cinematográfico envidiable”) compensó otros despropósitos y sin duda, fue un privilegio escuchar sus comentarios, llenos de inteligencia y de amor al cine.

5 de julio de 2007

La ausencia de cine

Creo que no está de más dejar sentado que no todas las películas son cine. Aunque sobre esto nunca existirá consenso universal, podemos afirmar que un tomo con las mejores recetas de Arguiñano, los consejos de Ana Rosa Quintana para mantener el horno limpio o el último mamotreto de César Vidal, recién salido del microondas cual vaso de leche (hablamos de leche falsa, hecha con agua y un poco de cemento blanco), aunque adopten la forma de libro, no pueden considerarse literatura. Del mismo modo, cuando se habla de "cine" en páginas culturales de periódicos, revistas generalistas o, sencillamente, cuando alguien dice que le gusta "el cine", se está errando el tiro. No se está hablando de cine, sino de películas. Algunas, las menos, son cine, y otras no. Las secciones que, muy acertadamente, los periódicos suelen titular Cultura cometerían un craso error si las denominasen Arte. Porque no siempre hablan de arte, sino de cultura; no hablan de literatura, sino de libros, y no hablan de cine, sino de películas.
Es probable que en los estrenos de la industria cinematográfica de esta semana no haya absolutamente nada de cine. El equivalente a un libro de Arguiñano, de Quintana o de Vidal es lo que más abunda en las salas comerciales.
Dicho esto, me gustaría hablar de alguien que pasa por ser director de cine, y que no es más que un manufacturador de películas. He tenido recientemente la "oportunidad" de ver Historia de un beso, dirigida por José Luis Garci en 2002, y es un ejemplo excelente de ausencia de cine en una película. Garci intenta construir varios personajes prototípicos de la España de los 40, y ninguno de ellos supera la condición de marioneta tópica, incapaz de declamar más que parrafadas inverosímiles. El peor papel, sin embargo, es el que le toca a Alfredo Landa, que tiene que encarnar nada menos que a un Escritor Clave en la Historia de España. Este Escritor Clave, recién fallecido, es recordado por un sobrino el día de su muerte, un día en el que, curiosamente, nieva entre paisajes verdes de una zona rural.
Otra vez la nieve. Bernardo Atxaga, y tantos otros, son también muy aficionados a utilizar la nieve. Pobre nieve, ahora convertida en símbolo de incompetencia.
A lo largo de la película vemos una inverosímil y fallida historia de amor de Alfredo Landa con una Ana Fernández convertida en una divorciada pintarrajeada, pero inexplicablemente loca de amor por el viejo mito del destape. Y más explicablemente, es Alfredo Landa quien renuncia a la relación, por la diferencia de edad, aunque por su interpretación se diría que la cosa le provoca bastante indiferencia. A su alrededor, un Agustín González haciendo de cura comprensivo con el ateísmo del protagonista -¡en la España de los 40!-, un sobrino extrañamente papanatas ante el legado del protagonista, y homenajes y más homenajes, la película parece toda una retahíla de homenajes al viejo Escritor Clave que se va jubilando poco a poco.
La película se ancla en un costumbrismo amable y no llega a visualizar ni el más mínimo conflicto. Curioso, en la España de los 40 y no hay pobreza, no hay maquis, no hay torturas, no hay fusilados. Hay unos seres taraditos, a los que basta apretar un botón para que empiecen a soltar sonrojantes simplezas. El Escritor Clave, homenajeado una y otra vez; el cura tolerante, el médico rural, la maestra de escuela joven e idealista,... Juntos van, de tópico en tópico, hasta el ridículo final.
Es curioso que Garci tenga ahora un extraño prestigio en ciertos medios de comunicación conservadores, que le han elegido como el buen cineasta español, hombre clásico y de orden, frente a toda esa turba de gentes de la industria que se atrevió a oponerse a la Guerra de Irak. Garci, por supuesto, no se opuso a la Guerra porque su "amigo Cascos" le había proporcionado un bonito lugar entre las nuevas y abundantes huestes de gentes de la Cultura dispuestos a amar al Partido Popular y a José María Aznar, lo que sin duda redundó en su perjuicio a la hora de valorar la posible continuidad de su programa "¡Qué grande es el cine!".
En todo caso, y a pesar de dicho programa, yo siempre he dudado de que en realidad este manufacturador de películas tenga mucho interés en el cine, más allá de su actividad como director. No creo que alguien que confiesa que prefiere el fútbol al cine, y que a la pregunta sobre la película más destacada de los últimos años, responde "El ala Oeste de la Casa Blanca", considere que el séptimo arte es para él nada más que un amable pasatiempo, que puede ser abordado sin esfuerzo, sin ganas, sin talento, sin pasión.

2 de julio de 2007

El crítico guillotinado

En septiembre de 2004, el crítico literario más destacado con el diario El País, Ignacio Echevarría, publicó una reseña durísima sobre la última novela del escritor vasco Bernardo Atxaga, El hijo del acordeonista. Atxaga es uno de tantos escritores que ha pretendido hacerse con una imagen de oráculo de la nación construyendo narraciones de escasos méritos literarios, pero impregnándolas de un populismo de baratija y aderezándolas con unas declaraciones públicas lo suficientemente poéticas como para no decir nada que tenga verdadera sustancia, pero que suene profundo. "El poder de las palabras", "La nieve en el horizonte", "La grandeza de vivir". Es decir: bolas de nieve fritas. La crítica de Echevarría ponía a la novela y al escritor en su sitio, y ofrecía una sencilla muestra de cuál es la función de los críticos literarios. O cuál era, al menos, mientras existía algo semejante a la crítica literaria, con todas las limitaciones que pueda tener su ejercicio en un suplemento cultural de periódico generalista: y se trataba, en definitiva, de separar el grano de la paja. Buscar, entre los miles de libros que se publican anualmente, cuanto pueda haber de gran literatura, y pasearla a hombros; y también, por supuesto, buscar cuanto pueda haber de impostura, de ausencia de ambición artística, de lugares comunes y de fraudulenta ocupación del espacio público, y poner énfasis en ello. Porque si, en el actual estado de cosas, no parece que goce de demasiado prestigio la lectura de obras que puedan conmover y agitar al lector, hacerle custionarse las opciones morales que da por supuestas y asume como definitivas, y lo empujen, como mínimo, hacia una indefinida incertidumbre, no como camino previo hacia nuevas verdades, sino, como decía Boaventura de Sousa Santos, a considerar que

la ignorancia no tiene por qué ser el punto de partida, puede ser también el punto de llegada.

sería necesario que quienes sí están dipuestos a ello pudiesen acudir a alguna instancia. Y no se trata de una instancia que recomiende leer a Musil, Eliot, Nabokov, Faulkner, Kafka y Dostoyevski. Los autores canónicos están ahí, y quien tenga un mínimo de curiosidad sabe sus nombres, conoce algunos de sus títulos y es posible que haya leído buena parte de su obra y diversas interpretaciones sobre la misma. Tal instancia es necesaria, pues, para que a un lector ambicioso sepa a qué atenerse con los autores que desconoce, que no ha leído, que no están consagrados o que hasta ahora no han despertado su interés. Yo quisiera saber, por ejemplo, si merece la pena leer a Alicia Giménez Bartlett, a Juan Madrid, a Jonathan Franzen, a Cid Cabido o a Horacio Castellanos Moya. Desconozco si sus obras me aportarán algo, y para ello necesito a los críticos. No entiendo a la cantidad de reseñistas, de Francisco Rico a Xosé Carlos Caneiro, que aseguran: sólo hablo de lo que me gusta. Sólo escribo de autores a los que admiro. No hablaré mal de ningún autor, y si su novela no me ha gustado, me callo. ¿Por qué? "Por elegancia", dice Caneiro. Pues mala elegancia ésa que se calla lo esencial. Lo esencial para un crítico es saber hundir un libro cuando hay que hundirlo, más que nada por respeto a un lector que quiere saber a qué atenerse.
Eso es lo que hacía Ignacio Echevarría. Sin embargo, resultó que su crítica no gustó a la dirección de El País, que desde entonces bloqueó sus colaboraciones y, al cabo de dos meses, le obligó a abandonar el diario. Hubo un gran revuelo en Internet, pero lo cierto es que Echevarría no ha vuelto a publicar una línea en la prensa española. El espacio literario se reserva ahora a gentes de escasa valía, discurso ridículo y desaforado afán de notoriedad, como Sánchez Dragó y sus Jodorowskis, Ángela Vallvey, Juan Manuel de Prada...