31 de julio de 2007
Ingmar Bergman alcanza por fin la Muerte
26 de julio de 2007
Gail Russell
Tal vez no haya muchos motivos para recordar El ángel y el pistolero, ni siquiera para verlo más de una vez, salvo para cinéfilos empedernidos que disfruten con cualquier western en blanco y negro con buenos actores, aceptable guión y artesana dirección. En mi caso, además del citado, hay otro motivo para recordarlo: el descubrimiento de una actriz, hasta ahora invisible para mí, que posee unos ojos llenos de bondad y una cara rebosante de belleza inocente. Su papel también ayuda a acentuar estos rasgos: es la hija única de una familia de cuáqueros, ascetas pacifistas con un único principio: la bondad por encima de todo.
Busco su nombre: Gail Russell. Me pregunto cómo es posible no haber reparado nunca en semejante joya y busco más películas suyas. En vano: su carrera es escasa. ¿Por qué?
Finalmente encuentro la respuesta: Gail Russell, tal y como su aspecto indica, era una mujer extraordinariamente inocente, dulce y tímida. Para superarlo e intentar triunfar como actriz, recurrió abundamente al alcohol, que le hacía superar sus nervios ante las cámaras. La dependencia de alcohol fue la principal causa de que la Paramount decidiese no contar más con ella a partir de 1951, cuando sólo tenía 26 años. Diez años después, el mismo alcoholismo le causaba un mortal ataque al corazón.
Como decía un personaje de Aki Kaurismäki, la vida es desilusión.
9 de julio de 2007
El cine es todavía más grande
Partimos de la base de que ¡Qué grande es el cine!, en sus diez años de duración, emitió los mejores filmes de Welles, Mizoguchi, Ozu, Lang, Rossellini… En cuanto a la selección de títulos, poco habría que objetar, aunque se hubiera podido buscar una mayor coherencia en cuanto al orden en que fueron emitidos. Bergman no apareció hasta el final, el documental fue ignorado y durante algunos meses se insistió con westerns de serie B que poco o nada añadían a Ford, Hawks o Peckinpah. En cuanto a los cines periféricos, tan sólo apareció el asiático, casi siempre de la mano de japoneses consagradísimos (aunque también se hizo un hueco a Imamura y la inolvidable Balada de Narayama); el cine latinoamericano fue ignorado, y ni Torre Nilsson ni el documental político que cambió el género tras la Revolución cubana tuvieron cabida en el espacio de Garci.
En todo caso, podríamos considerar que como espacio de divulgación del cine clásico más consolidado ¡Qué grande es el cine! cumplió una inestimable labor. Y, sin embargo, también por este flanco cabría atacar. El empeño en emitir copias dobladas de películas como El halcón maltés o Ciudadano Kane, que probablemente son más fáciles de conseguir en versión original subtitulada que en la correspondiente versión española, resultó una pésima decisión. Máxime cuando filmes como La dama de Shanghai y Ladrón de bicicletas, entre otras muchas, siguen contando con un doblaje predemocrático, que desvirtúa buena parte del argumento y hace ver a Orson Welles comentando que mató a alguien “en Trípoli”, cuando en realidad está vanagloriándose de haber matado a “un espía de Franco”, o la vergonzosa y cristianísima voz en off de los últimos segundos del filme de Vittorio de Sica, que en ningún caso existían en el original.
Por último, los contertulios merecen capítulo aparte. La mayoría de ellos, sencillamente, no sabían de cine, y en los últimos años, el plató se llenó de gentes del PP (Juan Antonio Gómez Angulo, Sánchez Dragó, Fernando Rodríguez Lafuente, Pío Cabanillas, Luis Alberto de Cuenca), con los que Garci quiso visualizar sus nuevas lealtades políticas. Jamás vimos, sin embargo, a grandes críticos como Carlos F. Heredero, Alberto Elena o Ángel Fernández Santos. Por suerte, la presencia de Miguel Marías (definido acertadamente por Iván Reguera como “rata de filmoteca implacable, un tipo con ojo, con una memoria acojonante y con un sentido del discurso cinematográfico envidiable”) compensó otros despropósitos y sin duda, fue un privilegio escuchar sus comentarios, llenos de inteligencia y de amor al cine.
5 de julio de 2007
La ausencia de cine
Es probable que en los estrenos de la industria cinematográfica de esta semana no haya absolutamente nada de cine. El equivalente a un libro de Arguiñano, de Quintana o de Vidal es lo que más abunda en las salas comerciales.
Dicho esto, me gustaría hablar de alguien que pasa por ser director de cine, y que no es más que un manufacturador de películas. He tenido recientemente la "oportunidad" de ver Historia de un beso, dirigida por José Luis Garci en 2002, y es un ejemplo excelente de ausencia de cine en una película. Garci intenta construir varios personajes prototípicos de la España de los 40, y ninguno de ellos supera la condición de marioneta tópica, incapaz de declamar más que parrafadas inverosímiles. El peor papel, sin embargo, es el que le toca a Alfredo Landa, que tiene que encarnar nada menos que a un Escritor Clave en la Historia de España. Este Escritor Clave, recién fallecido, es recordado por un sobrino el día de su muerte, un día en el que, curiosamente, nieva entre paisajes verdes de una zona rural.
Otra vez la nieve. Bernardo Atxaga, y tantos otros, son también muy aficionados a utilizar la nieve. Pobre nieve, ahora convertida en símbolo de incompetencia.
A lo largo de la película vemos una inverosímil y fallida historia de amor de Alfredo Landa con una Ana Fernández convertida en una divorciada pintarrajeada, pero inexplicablemente loca de amor por el viejo mito del destape. Y más explicablemente, es Alfredo Landa quien renuncia a la relación, por la diferencia de edad, aunque por su interpretación se diría que la cosa le provoca bastante indiferencia. A su alrededor, un Agustín González haciendo de cura comprensivo con el ateísmo del protagonista -¡en la España de los 40!-, un sobrino extrañamente papanatas ante el legado del protagonista, y homenajes y más homenajes, la película parece toda una retahíla de homenajes al viejo Escritor Clave que se va jubilando poco a poco.
La película se ancla en un costumbrismo amable y no llega a visualizar ni el más mínimo conflicto. Curioso, en la España de los 40 y no hay pobreza, no hay maquis, no hay torturas, no hay fusilados. Hay unos seres taraditos, a los que basta apretar un botón para que empiecen a soltar sonrojantes simplezas. El Escritor Clave, homenajeado una y otra vez; el cura tolerante, el médico rural, la maestra de escuela joven e idealista,... Juntos van, de tópico en tópico, hasta el ridículo final.
Es curioso que Garci tenga ahora un extraño prestigio en ciertos medios de comunicación conservadores, que le han elegido como el buen cineasta español, hombre clásico y de orden, frente a toda esa turba de gentes de la industria que se atrevió a oponerse a la Guerra de Irak. Garci, por supuesto, no se opuso a la Guerra porque su "amigo Cascos" le había proporcionado un bonito lugar entre las nuevas y abundantes huestes de gentes de la Cultura dispuestos a amar al Partido Popular y a José María Aznar, lo que sin duda redundó en su perjuicio a la hora de valorar la posible continuidad de su programa "¡Qué grande es el cine!".
En todo caso, y a pesar de dicho programa, yo siempre he dudado de que en realidad este manufacturador de películas tenga mucho interés en el cine, más allá de su actividad como director. No creo que alguien que confiesa que prefiere el fútbol al cine, y que a la pregunta sobre la película más destacada de los últimos años, responde "El ala Oeste de la Casa Blanca", considere que el séptimo arte es para él nada más que un amable pasatiempo, que puede ser abordado sin esfuerzo, sin ganas, sin talento, sin pasión.
2 de julio de 2007
El crítico guillotinado
la ignorancia no tiene por qué ser el punto de partida, puede ser también el punto de llegada.
sería necesario que quienes sí están dipuestos a ello pudiesen acudir a alguna instancia. Y no se trata de una instancia que recomiende leer a Musil, Eliot, Nabokov, Faulkner, Kafka y Dostoyevski. Los autores canónicos están ahí, y quien tenga un mínimo de curiosidad sabe sus nombres, conoce algunos de sus títulos y es posible que haya leído buena parte de su obra y diversas interpretaciones sobre la misma. Tal instancia es necesaria, pues, para que a un lector ambicioso sepa a qué atenerse con los autores que desconoce, que no ha leído, que no están consagrados o que hasta ahora no han despertado su interés. Yo quisiera saber, por ejemplo, si merece la pena leer a Alicia Giménez Bartlett, a Juan Madrid, a Jonathan Franzen, a Cid Cabido o a Horacio Castellanos Moya. Desconozco si sus obras me aportarán algo, y para ello necesito a los críticos. No entiendo a la cantidad de reseñistas, de Francisco Rico a Xosé Carlos Caneiro, que aseguran: sólo hablo de lo que me gusta. Sólo escribo de autores a los que admiro. No hablaré mal de ningún autor, y si su novela no me ha gustado, me callo. ¿Por qué? "Por elegancia", dice Caneiro. Pues mala elegancia ésa que se calla lo esencial. Lo esencial para un crítico es saber hundir un libro cuando hay que hundirlo, más que nada por respeto a un lector que quiere saber a qué atenerse.
Eso es lo que hacía Ignacio Echevarría. Sin embargo, resultó que su crítica no gustó a la dirección de El País, que desde entonces bloqueó sus colaboraciones y, al cabo de dos meses, le obligó a abandonar el diario. Hubo un gran revuelo en Internet, pero lo cierto es que Echevarría no ha vuelto a publicar una línea en la prensa española. El espacio literario se reserva ahora a gentes de escasa valía, discurso ridículo y desaforado afán de notoriedad, como Sánchez Dragó y sus Jodorowskis, Ángela Vallvey, Juan Manuel de Prada...