31 de diciembre de 2007

El mejor cine de 2007. Una lista subjetiva

Esta entrada tiene como objetivo mostrar una lista de las 10 mejores películas de este año, entendiendo como tales no las que hayan sido rodadas o estrenadas en 2007, sino las que yo he descubierto este año al verlas por primera vez (no se incluyen las que ya han sido reseñadas en este blog). Se trata, por lo tanto, de una lista completamente subjetiva.
Espero que la lista tenga interés para alguien; en caso contrario, tampoco tiene
importancia: otro año lleno de películas nos espera, y si este blog sobrevive para finales de 2008, la experiencia de este año dirá si son necesarias más listas o no.

1- Primavera tardía, de Yasujiro Ozu: otra vez Ozu ofrece un argumento tan trivial como trillado en su filmografía: la chica joven a la que buscan marido y no se quiere casar. Planos fijos, cámara aferrada al suelo, banalidad a raudales: y, una vez finalizada la película, la sensación de haber asistido a una rotunda obra maestra, a una contundente lección de cine y de vida que va dejando un sedimento tan potente que al cabo de dos horas la conclusión es que después de ver a Ozu nadie es la misma persona.


2- Nuestra música, de Jean-Luc Godard: a pesar de que Godard lleva más de dos décadas convertido en un cineasta invisibilizado y hermético, sus últimos filmes se cuentan por obras maestras. En esta ocasión, ofrece un lucidísimo ensayo político y literario en forma de película y demuestra que no hay ningún cineasta vivo que pueda comparársele. Godard hace años que juega en una categoría distinta a la del resto de los mortales.


3- Sin novedad en el frente, de Lewis Milestone: la carnicería sin sentido de la Primera Guerra Mundial, vista desde la perspectiva de una juventud alemana llevada al matadero por una intelectualidad degenerada y fúnebre. Milestone, con una estética de cine mudo (la película es de 1930), compone un terrible cuadro del triste camino desde el pupitre hasta la muerte en una batalla absurda.

4- La vida y nada más, de Bertrand Tavernier: otra vez la Gran Guerra, ahora en Francia y de mano de un Tavernier, en su –de largo- mejor película. Tres años después del armisticio, dos protagonistas moralmente destrozados por las consecuencias de la guerra son incapaces de amarse sobre un fondo de muertos y desaparecidos. Philippe Noiret, muy lejos de sus papeles habituales, borda una interpretación de militar desengañado.

5- Vete a saber, de Jacques Rivette: es casi un anciano –como Godard-, pero en 2001 Rivette rodó una sencilla y sorprendente obra maestra sobre el mundo del teatro con el bufón Sergio Castellito convertido en buscador de perdidas joyas literarias. Estupendos personajes, diálogos acertadísimos y música en su tono justo.



6- Harakiri, de Masaki Kobayashi: esta película es al cine de samurais lo que Fort Apache y Sin perdón son al western: una valiente y poderosa desmitificación, con el añadido de que Kobayashi va mucho más allá al mostrar una cruda realidad de clases sociales en el Japón del siglo XVII con la tensión narrativa digna de un maestro.


7- El puente de Waterloo, de Mervyn LeRoy: tristísima historia de amor entre militar y balarina, con una extraordinaria Vivien Leigh y la prostitución como mar de fondo, uno de los más creíbles y logrados melodramas románticos de todos los tiempos.


8- Pelle el conquistador, de Bille August: historia de un anciano analfabeto, viudo y desengañado con un trabajo esclavizante y su pequeño hijo Pelle como única esperanza. Una obra, temática y estéticamente, semejante a El árbol de los zuecos de Ermanno Olmi con el añadido de un magistral Max von Sydow.


9- Ossessione, de Luchino Visconti: la ópera prima de Visconti consigue construir un clásico del cine negro con escasos medios y estética neorrealista. Versión de El cartero siempre llama dos veces muy superior a la de Tay Garnett, salvo por el detalle de la actriz protagonista (muy lejos de Lana Turner).

10-El último metro, de François Truffaut: única incursión explícita de Truffaut en el campo de la política, con una alentadora y emotiva visión de la resistencia contra la ocupación nazi focalizada en un grupo de teatro. Por una vez, tuve la sensación de que Truffaut se implicaba hasta el fondo y daba lo mejor de sí mismo en la película, y me pregunto por qué no lo habrá hecho con más frecuencia.

27 de diciembre de 2007

¿Es bello vivir?


Si hay una película que desde hace décadas ha sido asociada sistemáticamente a la Navidad, ésa es sin duda ¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra, y los mejores blogs de cine lo recuerdan estos días. Puede parecer que utilizar determinadas épocas del año para magnificar obras que de otro modo carecerían de valor es una pésima idea, pero éste no es el caso de ¡Qué bello es vivir!, que es por encima de todo una gran película, sin duda la mejor de su director.
Realizado en 1946, el filme protagonizado por James Ste
wart y Donna Reed fue en su día un fracaso de taquilla –provocó el cierre de la productora Liberty Films-, un fracaso en cuanto a premios y la percepción inicial del público estuvo muy alejada de la celebración dickensiana de la Navidad que hoy parece llevar como letrero luminoso.
En realidad, fue la desidia de la productora original en renovar los derechos del filme en 1974 lo que propició que pasase a ser de d
ominio público, circunstancia que fue aprovechada con pertinacia por los programadores televisivos que convirtieron a ¡Qué bello es vivir! en el clásico navideño que es hoy, en una celebración de la vida y de la familia cristiana por encima de pequeños detalles sin importancia, como la pobreza, la infelicidad o el fracaso.
Es una demostración de que la televisión puede coger una película, manosearla como plastilina durante décadas y convertirla en algo que no es.
Porque ¡Qué bello es vivir!, a mi modesto entender, no es ni una película navideña, ni optimista, ni vitalista. Al contrario: es una historia muy triste. La historia de un hombre casado y con hijos que ha fracasado por completo y que, al borde de la quiebra y de la cárcel, decide suicidarse para que su familia pueda cobrar su seguro de vida. El fracaso del protagonista, al contrario de lo que era frecuente en el cine estadounidense de su época, no se debe ni a turbias conspiraciones, ni a la presencia de una mujer fatal que vampiriza las buenas intenciones iniciales, ni a una desmedida ambición capaz de llevarse vidas por delante. No hay ningún “pecado” que justifique, de acuerdo con la moral de la época, que a James Stewart le haya salido todo mal, que todos sus esfuerzos por viajar, salir de su triste y endogámico pueblo natal y convertirse en algo más que en el gestor de un ruinoso negocio heredado y condenado a la quiebra se estrellen una y otra vez contra la realidad.
Un caso sospechosamente parecido a tantos que suceden en la vida real.
Sin embargo, Frank Capra, como es habitual en él, después de mostrar las miserias de la vida de un ciudadano estadounidense derrotado por el sistema, adopta la actitud del niño que después de decir una verdad hiriente se asusta ante la reacción de los demás, se tapa los ojos y repite una y otra vez: “Era broma, era broma”. Por supuesto, era broma. Los pájaros cantan, las campanas repican y la nieve cae sobre nuestros hombros. Los últimos minutos de ¡Qué bello es vivir! son tan sospechosamente inverosímiles como los de El último de Murnau.
Por suerte, la fuerza del buen cine resiste incluso a finales como éste. ¡Qué bello es vivir! merece ser recordada y vista de nuevo por muchos motivos: el principal, para recordar que los mitos navideños pueden hacer daño a una gran película, pero nada puede hacer daño a los ojos puros del espectador dispuesto a ver sin pestañear una historia gélida y sentir el frío que desprende.

18 de diciembre de 2007

El crimen de Mazarrón

En una cinematografía tan maltrecha como la española, el rasgo más destacado (y triste) no es, con ser grave, la mediocridad y tosquedad del grueso de su producción, sino el boicoteo y cerrojazo al que siempre han sido sometidos los cineastas más auténticos, originales y artísticamente ambiciosos y dotados, que en la mayoría de los casos tuvieron que abandonar todo intento de hacer cine o dedicarse a emborronar su nombre prestándose a filmar subproductos indignos de su talento.
De este modo, podemos citar algunos nombres de buenos cineastas, que en ocasiones rozaron la maestría (como Luis García Berlanga, Juan Antonio Bardem, José Antonio Nieves Conde o Basilio Martín Patino), pero también tendremos que recordar que los últimos coletazos de su cine fueron palos de ciego muy poco afortunados. Del mismo modo podemos hablar de creadores que no sólo rozaron sino que llegaron plenamente a la maestría (como Víctor Erice), pero nos encontramos con que su obra es tan exigua y tan accidentada que resulta clarificadora respecto al odio que ciertos productores profesan al talento.
Entre todos estos nombres, si hay uno que hoy quiero destacar por encima de los demás por la calidad y autenticidad de su cine y porque, a pesar de ser el “maldito” por excelencia, consiguió labrarse una filmografía de entidad, ese es el del recién fallecido Fernando Fernán-Gómez. Su labor como cineasta, oscurecida por su gran popularidad como actor de cine y teatro en las más variopintas empresas, muestra una gran coherencia y un sólido enraizamiento en la realidad social que refleja, sin caer en el trazo grueso ni en la imitación o acomodamiento a géneros de tradición foránea. Además de algunas obras de maestría y solidez memorables (como El mundo sigue, El viaje a ninguna parte o Mambrú se fue a la guerra), es de reseñar, en la cima de su obra, la deslumbrante realización de El extraño viaje.
Una historia que debió llamarse El crimen de Mazarrón, pero que por los imperativos de la censura (empeñada en evitar cualquier publicidad negativa para la localidad aludida) se quedó con el que en todo caso es un buen título, empieza siendo un intento de cine social que muestra la rígida separación de clases en una pequeña aldea, con una cerrada y asfixiante casa burguesa por un lado y el resto del pueblo (dedicado a trabajar, charlar en la plaza y esperar el baile de los sábados) por el otro, evoluciona hacia un terror buñuelesco centrado en la casa burguesa por el súbito desquiciamiento de sus miembros (tres hermanos, dos de ellos –interpretados por Rafaela Aparicio y Jesús Franco- muy cercanos al cretinismo) , y finaliza con un giro hacia el cine negro y una larga confesión del desgraciado galán protagonista que muestra una realidad oculta de travestismo y sordidez, desembocando en el triste y certero final.
En El extraño viaje, todos estos elementos terminan ensamblando un gran filme, en el que destaca la presencia tan realista como dramática de la dura realidad de la mujer en la España rural, con el riesgo y el miedo latentes a caer en la prostitución o en la soltería perpetua (y con la presencia de Lina Canalejas, que también participaría un año después como esposa del propio Fernán-Gómez en El mundo sigue), y el coro de integristas religiosas muy dispuestas a colocar estigmas y aterrorizar cualquier atisbo de lucidez o de vida libre en el pueblo.
Este destacadísimo filme, realizado en 1964, no pudo ser estrenado con normalidad hasta 1969 gracias a la necia actuación de unos productores que auguraban a Fernán-Gómez un fracaso comercial por tratarse de una “película nocturna”.

11 de diciembre de 2007

La huella de los Corleone, II


Si hay un personaje secundario de la trilogía de El Padrino que merece un capítulo aparte, ése es sin duda el de Vito Corleone, que tanto en la primera como en la segunda parte es la principal sombra que sigue los pasos de su hijo y sucesor Michael Corleone. Con su voz rota y su aspecto de Drácula envejecido, la caracterización de Marlon Brando es de las mejores de su carrera (y superior en todo caso a la un tanto esperpéntica del desquiciado Kurtz de Acopalypse now) y puede decirse que estamos ante el personaje que justifica las acusaciones de “idealización” de la mafia que se han hecho a Francis Ford Coppola, aunque todo ello, como ya se ha dicho, quede desmentido con la evolución y desaparición final de la familia protagonista. 
Esa idealización viene dada por su majestuosa presencia en la primera entrega, convertido en un tan temido como respetado emperador que gobierna con sangre fría y hasta cierta sutileza el siniestro campo del crimen organizado y cuya primera y significativa aparición se asemeja a la de un latifundista que recibe uno a uno a sus aparceros, concediéndoles ciertas “gracias” a cambio de su sumisión absoluta durante la boda de su hija.
También es importante la presencia del abogado de la familia Tom Hagen, interpretado por Robert Duvall, huérfano adoptado y convertido en alguien por la de nuevo majestuosa generosidad del padrino Don Vito.

Y a través de los sucesivos flash-backs de la segunda entrega, descubriremos además que la trayectoria del primero de los Corleone es una variación más del tan estadounidense “hombre hecho a sí mismo”, y también la historia de una venganza hacia el jefe de la mafia local siciliana que asesinó a toda su familia y que provocó su huida, siendo niño y sin nada en los bolsillos, en un barco de inmigrantes hacia América. El Vito Andolini al que los funcionarios de inmigración convierten en Corleone por su pueblo de procedencia y que interpreta Robert de Niro se abre paso en un barrio de italoamericanos, en el que una vez más parece que la única forma de supervivencia de la nueva oleada de inmigrantes (tras la llegada de irlandeses y judíos) es la organización de eficaces mafias, ya que el Estado está siempre ausente y la épica del salvaje Oeste, lejos de haber desaparecido, se ha sofisticado.
Los actos del joven Vito, desde luego, no parecen guiados por la crueldad, sino por la revolucionaria pretensión de liberar al barrio del viejo mafioso que les impide sobrevivir, y su llegada a Sicilia para saldar la vieja cuenta pendiente con el asesino de sus padres no puede menos que ser celebrada por el espectador. 
Los pasos que van de Robert de Niro a Marlon Brando son, sin embargo, muchos y no parece difícil deducir que la laguna que va desde el joven vengador hasta el viejo emperador está jalonada de unos crímenes mucho más numerosos de lo que cabe intuir observando su plácida senectud. Porque Vito Corleone tendrá un dulce final, jugando con su nieto y en la cúspide de su poder, entre unas agradables viñas y en un día soleado; no será él, pues, quien vea pudrirse la tierra ni quien escuche los ecos de sus muertos.

5 de diciembre de 2007

La huella de los Corleone

No es habitual citar en las listas de mejores películas de todos los tiempos secuelas, precuelas o sucesivas continuaciones de un filme inicial. La mayoría de segundas o terceras partes obedecen a estrategias comerciales, y más que redondear o añadir cosas a una gran obra, lo que hacen es restarle méritos al cineasta que se presta a alargar artificialmente algo que ya tenía su punto y final.
Y sin hablar de éxitos comerciales que nada tienen que ver con el cine, podemos recordar la trilogía de Apu del gran Savtiajit Ray: de la obra maestra inicial, La canción del camino, apenas queda nada en una tercera parte (El invencible) tristemente desoladora.


Existe sin embargo una excepción: la trilogía de El Padrino, de Francis Ford Coppola. Las dos primeras entregas, vistas por separado, son grandes películas. La tercera, muy inferior a las anteriores, es en todo caso un filme interesante. Ver las tres seguidas es sin embargo una experiencia extraordinaria: cada una de las partes adquiere un sentido superior, se convierten en partes de un puzzle perfectamente ensamblado y muestra algo que en definitiva sólo se podía intuir con alguna de las partes: el total y absoluto fracaso de la familia Corleone, finalmente hundida en un río de sangre, muerte y soledad.
Más de una vez se ha interpretado que la trilogía de Coppola idealiza a la mafia y muestra una imagen dulcificada del crimen organizado. Es un punto de vista que, en mi opinión, sólo puede surgir de ver alguna de las partes, pero en ningún caso de la trilogía completa.
Y con la trilogía en las retinas, comprendemos que el Vito Corleone que interpretan Robert de Niro y Marlon Brando es un personaje secundario, el antecedente necesario del auténtico protagonista, Michael Corleone: el que empieza siendo un joven universitario en una familia de mafiosos, que se alista voluntario para luchar contra el fascismo en la II Guerra Mundial y quiere iniciar un camino distinto bajo la mirada benévola de su todopoderoso padre y la cálida compañía de una joven Diane Keaton, inocentemente sorprendida de los orígenes familiares de su idealista novio. En la boda de Constanza Corleone, con la que se inicia la primera parte, Michael responde a la incredulidad de su compañera ante lo que se va encontrando con un rotundo y lacónico:
Es mi familia, no yo.


Toda la costra de la que se va cubriendo el joven Michael para evitar ser determinado por su origen familiar va a desaparecer en una progresiva renuncia a los objetivos que parecían guiarle. El intento de asesinato de su padre le lleva a iniciar el camino del crimen por venganza, y es significativo que cuando Vito Corleone despierta en el hospital, el mayor disgusto se lo produce el saber que lo único limpio que quedaba en la familia se ha manchado también de sangre.
Los Corleone quieren que todo el entramado de crimen y muerte sobre el que se sostienen desemboque en algo positivo, y tras su renuncia y primer exilio en Sicilia Michael se consuela asegurando que “en cinco años, la familia Corleone tendrá una posición legal”. Poco después de pronunciar esta sentencia volverá a asumir el legado familiar con un nuevo crimen múltiple que inaugura su posición de Don, y ante el cual, como se ve en la última escena de la primera parte, se cerrará la puerta para siempre para una Diane Keaton cuya inicial desesperanza ante la degradación de su marido no tardará en transformarse en asqueamiento. Es tal vez el único personaje limpio de toda la historia: la mala conciencia de Michael, la que se enamoró del joven universitario y odiará al viejo criminal, la única que con la sola fuerza de sus presencias y sus ausencias marcará el camino del éxito o el fracaso de los Corleone.

El Michael epilogal es ya un influyente empresario que quiere limpiar el pasado familiar adquiriendo un gran banco, y en ese camino volverá a una Italia en la que le espera un esplendoroso homenaje vaticano, “un vergonzoso acto de tu Iglesia”, como dirá Diane Keaton. Con Michael en la cima de su poder e influencia, con todos sus enemigos asesinados, de nuevo veremos (como sucedió con Charles Foster Kane y su Rosebud) que un hombre puede ganar el mundo pero perder su alma, y el desolador fin de la estirpe se producirá en una vieja silla, sobre una árida tierra que se secó por ser regada con sangre.

29 de noviembre de 2007

La senectud de Oliveira


Mucha gente se felicita, se asombra y se admira por el hecho de que, a punto de cumplir los 99 años, el cineasta portugués Manoel de Oliveira siga rodando y estrenando una película al año.
Yo, no.
Desde que conozco a Oliveira como director de cine, he cometido varias veces en el mismo error: decidirme a ver “su última película”. Mi actitud ini
cial como espectador está siempre llena de simpatía y admiración para un director que empezó en los años 30 haciendo cine mudo y que hoy sigue en la brecha. “A ver qué nos aporta el genio”, pienso.
Y el genio lo que nos aporta son películas muy malas. Rancias, acartonadas, pretenciosas e insoportablemente reaccionarias. Desde 1999, como mínimo (y no es poca cosa, ya que desde entonces ha rodado diez películas), cualquier parecido de sus filmes con el cine es pura coincidencia.

La carta, más que una obra cinematográfica, parece el largo anuncio de un concierto de Pedro Abrunhosa con imágenes intercaladas de un convento en el que se ha colado la asombrosa Chiara Mastroianni. El presunto juego de ambiciones familiares de El principio de incertidumbre se queda en floja teleserie vespertina. Y qué decir de Una película hablada: actores del nivel de Leonor Silveira (que desaprovecha su carrera de forma incomprensible participando en todos y cada uno de los fallidos intentos de Oliveira), Catherine Deneuve o John Malkovich recitando sin ningún talento ni convicción unos discursos presuntamente eruditos y que parecen sacados de libros como La cultura: todo lo que hay que saber, con el fin de especular sobre el origen y el fin de la civilización. Personajes sin conflictos, con los que parece que basta tocar un botón para que se conviertan en dictadores de clases magistrales.
Por si fuera poco, según veo en IMDB, Oliveira tiene previsto estrenar dos películas en 2008.
Dicho esto, parece que la conclusión más lógica es que a ciertos cineastas les convendría retirarse a tiempo, antes de seguir llenando las pantallas con productos tan alejados del corpus de su obra que pueden acabar por aniquilar totalmente su prestigio. Sin embargo, Oliveira no es el único anciano que sigue rodando. Jean-Luc Godard se acerca a los 80 años y sus últimos filmes (especialmente Elogio del amor y Nuestra música) están a la altura de lo mejor de su obra. Claude Chabrol tiene su misma edad y continúa al ritmo de una película al año, sin perder nunca la compostura y demostrando que seguir la huella de Hitchcock no ha sido una mala opción. Y Jacques Rivette, dos años mayor de Godard y Chabrol, nos ofreció hace cinco años una agradable y sorprendente obra maestra, Vete a saber.
Así pues, el problema no es la senectud. El problema de Oliveira es que, si no se ha retirado con 98 años, ya no lo hará nunca y no parece que haya mucha gente dispuesta a proclamar que el emperador está desnudo.
Pero lo está.

24 de noviembre de 2007

Planos fijos


En ocasiones, la coherencia estética de una película es tal que ya desde los mismos títulos de crédito iniciales sabemos la clase de obra con la que nos vamos a encontrar. Es lo que sucede en La soledad, de Jaime Rosales, que ya desde el fondo negro inicial nos muestra una sobria pantalla partida verticalmente en dos.
Toda la película se compone de planos fijos partidos en dos, tan rígidamente fijos que parece que alguien haya amarrado la cámara al suelo con silicona o con cemento rápido o que Yasujiro Ozu haya resucitado por unas semanas para realizar Madrid monogatari, esa película que siempre quiso rodar en Occidente. O, sencillamente (y mucho más probablemente), tal vez l
a explicación sea que Jaime Rosales, un cineasta español formado cinematográficamente en Cuba y que se gana la vida trabajando en el sector inmobiliario, es algo más que un director de películas en un país en el que decenas de infumables manufacturadores de imágenes han convertido la expresión “cine español” en algo, como mínimo, de dudoso gusto.
En La soledad vemos cómo se nos van mostrando, sin énfasis alguno, pequeños fragmentos de la realidad contemporánea hasta conformar un asfixiante cuadro del tedio cotidiano en el cual dos pequeñas tragedias, de m
odo muy semejante a como sucedía en la novela El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio, ponen al descubierto la fragilidad de unas vidas tan alejadas de cualquier estado de felicidad o de satisfacción como rebosantes de aparente intrascendencia. Y digo aparente porque, mientras los personajes van cubriendo el expediente con un monocorde “pasar el rato”, se enfrentan a cuestiones tan decisivas como la separación de una pareja con un hijo de por medio, el cáncer, el odio entre hermanos, el traumático traslado del campo a la ciudad, el aislamiento de un padre mayor y viudo, las mezquindades familiares, los trabajos permanentemente insatisfactorios, incómodos y mal pagados, un atentado inesperado en un transporte público, la pérdida de un hijo pequeño… y, sobrevolando por encima de todo ello, la carencia de cualquier vínculo comunitario: en definitiva, un aislamiento radical.
Con este documento excepcional del estado de cosas en una ciudad como Madrid, en un país tan satisfecho de sí mismo como España, Jaime Rosales nos muestra unas vidas dolorosamente familiares y sombrías, cuya única salvación parece estar en el fugaz reconocimiento de pequeños detalles: un pequeño cuadro horrible, una camarera que ayer atendía y hoy no está,…
Sabiendo que Jaime Rosales no se dedica profesionalmente al cine, no resulta fácil prever hasta dónde podrá llegar su filmografía, pero si hay alguna certidumbre después de ver La soledad es que nos hallamos ante un artista a la altura de los más importantes cineastas del mundo.

15 de noviembre de 2007

Una tragedia británica


Resulta curioso que un cineasta cuya imagen pública se ha identificado básicamente con un histriónico autor de comedietas más bien onanistas, en las cuales acostumbra a interpretar el papel de bufón principal, haya alcanzado, de forma inesperada, la maestría cinematográfica con una obra deudora, en mayor o menor medida, del conocidísimo tema hitchcockiano del crimen perfecto y el falso culpable, del dostoyevskiano héroe cuya tarea delictiva se sitúa por encima del bien y del mal (elevado hasta los altares cinematográficos por Robert Bresson y su Pickpocket) y de la vieja trama del arribista que necesita cometer un asesinato anónimo para llegar a la cumbre, que esbozó en su día Theodor Dreiser en Una tragedia americana y que trasladó al cine un inspirado George Stevens en su obra mestra, Un lugar en el sol.
Todo es inesperado en Match point, el punto culminante en la obra de Woody Allen, desde el sorprendente comi
enzo en el que una pelota de tenis no logra sobrepasar la red por escasos milímetros y el protagonista acierta a decir algo que todo espectador atento tendrá presente durante el resto del filme: “Más vale tener suerte que talento”. Scarlett Johansson, haciendo caso omiso de quienes ya la sitúan como la femme fatale del cine contemporáneo, es en este caso la víctima, una mujer sin suerte que caerá víctima del imparable ascenso un Jonathan Rhys Meyers muy cercano aquí al perfecto hombre sin escrúpulos y un tanto alejado, por consiguiente, de la inocencia y la empatía que Montgomery Clift transmitía al modesto y humilde joven que enamoraba a Elizabeth Taylor y embarazaba a Shelley Winters en Un lugar en el sol.
En la obra de Woody Allen anterior a Match point no era fácil encontrar pistas de su capacidad para realizar un empeño tan elevada estatura. En Delitos y faltas había una cierta semejanza temática, pero en cualquier caso se trataba de un filme mucho menos ambicioso y muy centrado en sus ámbitos habituales: la clase intelectual acomodada y de origen judío, ubicada en el Nueva York de siempre. En este caso el traslado de la acción a Londres significa también la irrupción de la conciencia de clase, una conciencia elevadísima en el caso de la familia protagonista –los Hewett- que se traduce en matrimonios de conveniencia, abortos obligados y clandestinos y la ridiculización del recién llegado Rhys Meyers, que en sus primeras cenas de tanteo comete la insoportable plebeyez de pedir un simple pollo.
Es motivo de celebración que Woody Allen, después de haber dado multitud de palos de ciego en la búsqueda de un modelo bergmaniano sin estilo ni claridad de ideas y de una comedia bufonesca con escasa voluntad de trascendencia, haya realizado al fin una gran obra por la que merecerá ser recordado en el futuro.

9 de noviembre de 2007

Cineastas en televisión


El nacimiento y la consolidación de la televisión como principal instrumento de entretenimiento ha pasado por diversas etapas. Tal vez la más interesante sea la que provocó que algunos cineastas de primer nivel, como Jean Renoir, Roberto Rossellini, Alfred Hitchcock o Ingmar Bergman, creyeran que el nuevo medio era una interesante oportunidad para llegar al gran público, y elaboraran productos de mayor o menor valía para su distribución exclusiva a través del medio televisivo. Una de las películas más populares de Bergman, Secretos de un matrimonio, fue concebida para ser emitida en televisión, al igual que su secuela y última obra finalizada, Saraband. Lo mismo sucede con la adaptación de la vieja historia del Doctor Jekyll y Mister Hyde, realizada por Renoir para la televisión francesa bajo el título de El testamento del Doctor Cordelier. Mientras, Hitchcock produjo durante tres años la serie de televisión Alfred Hitchcock presenta, lo que ayudó a popularizar aún más su perfil no sólo artístico sino también físico. 

Roberto Rossellini fue aún mucho más lejos, y a partir de 1964 dejó de hacer obras para ser exhibidas en salas cinematográficas y se centró exclusivamente en la realización de seriales televisivos, centrándose en divulgar diversos aspectos de la historia universal de forma didáctica y accesible en títulos como Descartes, Sócrates o La edad de hierro

Existe una interesante conversación entre André Bazin, Renoir y Rossellini sobre la televisión, incluida en el libro Textos y manifiestos del cine (de Ediciones Cátedra), en la cual el autor de La gran ilusión expresa así sus motivos para trabajar para la televisión:
[Llegué a la televisión] tras un inmenso aburrimiento frente a una cantidad de films contemporáneos, y tras quedar menos aburrido por ciertos programas de televisión… Creo que la entrevista da al primer plano de la televisión un sentido que rara vez ha alcanzado en el cine… En dos minutos podíamos leer los rostros de esas personas: sabíamos quiénes eran. Lo encontré tremendamente interesante… y en cierta manera un espectáculo indecente.

Por su parte, Rossellini se expresaba así:
La sociedad moderna y el arte moderno han sido destructores del hombre, pero la televisión es una ayuda para su redescubrimiento.


Leyendo estas opiniones a la altura de hoy, podemos ser conscientes de la relativa falsedad de la máxima de Marshall McLuchan de que “el medio es el mensaje”, y recordar que hubo un tiempo en el que el espacio público televisivo no era un repertorio de banalidades como lo es hoy, ni estaba fatalmente condenado a evolucionar de la manera en que lo ha hecho, sino que hubo unos intentos honestos para dotarlo de una potencialidad didáctica o incluso artística. 

Que esos intentos hayan fracasado no significa que debamos ver dicho fracaso como algo natural, ni que debamos esbozar una cínica sonrisa y encogernos de hombros, sino que deberíamos recordar que, valga el tópico, otra televisión es posible, y más allá de Rossellini, Renoir, Hitchcock y Bergman, debemos luchar para que esa otra televisión se haga realidad.

3 de noviembre de 2007

La ética de Orwell

En 2003 se celebró el cenetenario del nacimiento de George Orwell, lo que fue aprovechado por editoriales de todo el mundo para actualizar su obra, reunir sus ensayos, etc. Parece, siguiendo algunos de los más recientes ensayos sobre su vida y obra -como La victoria de Orwell, de Christopher Hitchens-, que Orwell ha alcanzado una cierta consagración y se ha convertido en escritor canónico, no tanto por la calidad de su prosa ni la de sus narraciones, sino por su perspicacia y brillantez como ensayista y por su postura ética. En este último aspecto se ha hecho hincapié en su temprana denuncia del stalinismo y del totalitarismo, su repulsa por las modas intelectuales y por su independencia de criterio, que lo llevó a chocar con la intelectualidad de su época, en su mayoría stalinista o conservadora.
Creo que no se está haciendo justicia a Orwell. Sin entrar en más consideraciones, incluyo a continuación un texto incluido en la excelente investigación histórica de Frances Stonor Saunders La CIA y la guerra fría cultural, (publicada en España por Editorial Debate), que creo muestra algunos aspectos de su "postura ética" que no se han tenido demasiado en cuenta a la hora de valorarlo en su justa medida:
Pero el propio Orwell no era por completo inocente de las manipulaciones de la guerra fría. Después de todo, había entregado una lista de personas sospechosas de ser ‘compañeros de viaje’ al Departamento de Investigación de la Información, en 1949, una lista en la que denunciaba a 35 personas como ‘compañeros de viaje’, ‘testaferros del comunismo’ o ‘simpatizantes’; entre ellos, Kingsley Martin, director de New Statesman and Nation (“liberal degenerado. Muy deshonesto”), Paul Robeson (“Muy antiblanco. Partidario de Wallace”), J.B. Prietsley (“Simpatizante convencido, posiblemente tenga algún tipo de vínculo organizativo. Muy antiamericano”) y Michael Redgrave (una ironía del destino dada su aparición en la película 1984). Como sospechaba de casi todo el mundo, Orwell llevó junto a él, durante muchos años, un cuadernillo de cuarto azul. Hacia 1949, ya incluía 125 nombres, y se había convertido en una especie de “juego” al que Orwell le gustaba jugar con Koestler y Richard Rees, y que consistía en calcular “hasta qué grado de traición son capaces de llegar nuestras bestias negras favoritas”.

Los criterios para la inclusión en el cuaderno parece que eran bastante amplios, como en el caso de Stephen Spender , cuya “tendencia a la homosexualidad” mereció ser anotada (también dijo que era “muy poco fiable” y “fácilmente influenciable”). Al realista americano John Steinbeck se le incluía en la lista sólo por ser un “escritor espurio, pseudoingenuo”, en tanto que Upton Sinclair se ganó el epíteto de “Muy tonto”. A George Padmore (pseudónimo de Malcom Nurse) se el calificaba de “Negro, ¿de origen africano?”, “antiblanco” y , probablemente, amante de Nancy Cunard. Tom Dirberg fue objeto de duros ataques, al representar todo aquello que a Orwell le encantaba temer: “Homosexual”, “Se cree que es miembro clandestino” y “Judío inglés”.

Sin embargo, lo que Orwell llamaba su “listita” pasó de ser una especie de juego a tomar una nueva y siniestra dimensión cuando , voluntariamente, la entregó al IRD, un arma secreta (como sabía Orwell) del Foreign Office. Aunque más tarde Adam Watson, del IRD, dijera que “su utilidad inmediata fue que esta gente no habría de escribir para nosotros”, también reveló que “sus conexiones con organizaciones apoyadas por los soviéticos podrían denunciarse posteriormente”. Dicho de otro modo, una vez en poder de una rama del gobierno cuyas actividades no estaban sujetas a control, la lista de Orwell perdió toda la inocencia que pudiera haber tenido como documento privado. Se convirtió en un archivo que representaba un riesgo cierto de dañar la reputación y las carreras de las personas.

Cincuenta años después, Bernard Crick, biógrafo autorizado de Orwell, defendió con firmeza su acción, diciendo que “no era distinto de los ciudadanos responsables que hoy pasan información a la brigada antiterrorista sobre personas que conocen y piensan que son activistas del IRA. Se consideraba una época muy peligrosa, el final de los cuarenta”. De esta defensa se hicieron eco los que estaban decididos a perpetuar el mito de la existencia de un grupo intelectual, unidos por sus vínculos con Moscú y unidos en un intento sedicioso de preparar el terreno para el stalinismo en Gran Bretaña. No existe evidencia de que nadie en la lista de Orwell estuviese implicado en actividades ilegales y , ciertamente, nada que justifique su comparación con los terroristas irlandeses. “Homosexual” era la única acusación que conllevaba riesgo de condena criminal, aunque ello no parece haber disuadido a Orwell en su empleo de la palabra. Las leyes británicas no prohibían la pertenencia al Partido Comunista, ni ser judío, ni sentimental, ni estúpido. Ha escrito Peregrine Worsthorne: “Se confía totalmente en su opinión en estos asuntos. Si pensaba que la guerra fría justificaba que un escritor estuviese deseoso de vender a otro, ya estaba. Fin de la discusión. Pero no debería serlo. Un acto deshonroso no se convierte en honroso sólo porque fuese cometido por George Orwell".

14 de octubre de 2007

Los mejores años de Hollywood


No hay mejor forma de recordar lo que en su día supuso artística y éticamente la industria de Hollywood que viendo Los mejores años de nuestra vida, la obra maestra con la que el hoy bastante olvidado William Wyler mostró en 1946 a los espectadores de cine las difíciles condiciones que se encontraron los soldados que habían luchado en la II Guerra Mundial de regreso a casa. La película rebosa emoción, honestidad y un dramatismo que convierten las casi tres horas de metraje en un amargo y duro aunque imprescindible viaje por las envés de una victoria militar rotunda, completa y que contribuyó a liberar al mundo del nazismo, pero que escupió a sus principales protagonistas de regreso a una realidad en la cual debían empezar de cero o tal vez incluso unos peldaños más abajo.


La película se centra en tres soldados, interpretados por Frederic March, Dana Andrews y Harold Russell, que se conocen en el avión militar de regreso a su pueblo natal. Cada uno de ellos parte de una situación muy distinta: Frederic March es un bien situado trabajador de la banca que ha tenido una discreta actuación durante la guerra y a quien le esperan una sobria mujer con la que comparte veinte años de matrimonio y dos hijos que han crecido mucho en su ausencia. Dana Andrews, en cambio, procede de una familia muy humilde y su única experiencia anterior a la guerra se reduce a la venta de helados; sin embargo, es el que más condecoraciones ha obtenido durante la contienda y espera reencontrarse con una esposa a la que apenas conoce. El tercero, Harold Russell, procede de una familia de clase media y le espera una novia "de toda la vida" -apenas una niña, reconoce a sus compañeros en el viaje de vuelta-, pero ha sufrido las peores secuelas: ha perdido sus manos y teme la reacción de todos. Poco a poco, Wyler va mostrando las decepciones, las dificultades y los fracasos de los tres. Frederic March es quien más claro lo tiene cuando bajan del avión de regreso:

Me siento como si fuese a desembarcar en Normandía.
La ironía con la que va encajando la nueva situación y la sobriedad de su mujer -una Myrna Loy que supera sus mejores papeles al lado de W.S. Van Dyke y William Powell en los años 30- no impedirán las dificultades que se encuentra de regreso a su trabajo en el banco, con "el aval" que le exige el director antes de concender préstamos a veteranos de guerra. Lejos de entender la "nueva racionalidad" de los negocios, ironiza:
Le pedí un aval a mi comandante para conquistar la colina. Como no había aval no conquistamos la colina y perdimos la guerra.
Es el Frederic March convertido en comediante uno de los mejores actores del filme, pero resulta difícil catalogarlo como "el mejor" ante la extraordinaria actuación de Harold Russell, quien además de no ser actor profesional había sufrido en la guerra el mismo accidente del personaje que interpretaba. Así, consiguió dos Oscars por el mismo papel: el de mejor actor secundario y otro especial por "dar esperanza y mostrar coraje a los veteranos de guerra". Para la conmovedora y difícil historia que vive con su novia, una joven y dulcísima Cathy O'Donnell, sobran los aspavientos, las sobreactuaciones o incluso los diálogos: sólo dos actores, frente a frente.


Y, como siempre, está una extraordinaria Teresa Wright, la hija de March que se ha hecho adulta durante la guerra y cuya historia con un progresivamente decepcionado Dana Andrews -con su esposa, una frívola Virginia Mayo, y con su trabajo de camarero, que pierde tras una pelea con un simpatizante de los nazis-, es capaz de eclipsar hasta a las dificultades de Harold Russell con sus nuevas manos (unos ganchos con los que la Marina le ha enseñado a desenvolverse pero, como comentan sus compañeros en el taxi de regreso, no le han enseñado a abrazar a su novia). La decepción del héroe de guerra Andrews llega al punto de describir a su padre las menciones de honor recibidas como


Un montón de palabras bonitas, que no significan nada. Las dan a montones, como el rancho.
Dana Andrews, a pesar de su habitual inexpresividad, está a la altura de una excepcional Teresa Wright, el personaje civil que tal vez ha evolucionado más durante la guerra por su trabajo como enfermera, y que al igual que en La loba y La señora Miniver demuestra que nada más eficaz para una actuación memorable que saber expresar vida, tristeza, alegría o decepción con una simple expresión de los ojos.

Todo en Los mejores años de nuestra vida roza la perfección, y después de verla no es fácil saber qué es más elogiable, si la altura moral o la artística de la obra. El mismo Wyler, que tiene en su haber media docena de grandes películas y tres Oscars al mejor director, había combatido en la guerra y realizado cuatro años antes una espléndida contribución a la victoria aliada, La señora Miniver, indisimulada película de propaganda destinada al público británico con la que también obtuvo multitud de galardones de la industria (seis) en una ceremonia a la que el gran cineasta no pudo acudir por estar participando en un bombardeo sobre Alemania.
En un Hollywood que en 1946 estaba repleto de héroes de guerra, como George Stevens, John Huston, John Ford o Frank Capra, ninguna otra obra supo reflejar como Los mejores años de nuestra vida el excepcional clima de una industria que se encontraba en la mejora etapa de su historia. Un año después, el Comité de Actividades Antiamericanas iniciaría sus actuaciones contra algunos de sus mejores representantes y nada volvería a ser igual.

5 de octubre de 2007

La verdad de Fresas Salvajes



-Voy a tener un hijo.

-¿Estás segura?
-El médico me lo dijo ayer.

-Ah, ¿sí? Así que ése era el secreto.

-Quiero que sepas que lo voy a tener.

-Pareces decidida.

-Sí, así es.

-No quiero hijos, tendrás que elegir.

-Pobre Evald...

-No me compadezcas. Es absurdo vivir en este mundo, y más aún traer hijos a él y pensar que vivirán mejor que nosotros.

-Es sólo una excusa.

-Piensa lo que quieras. Fui el hijo no deseado de un matrimonio infernal. ¿Estás segura de que el viejo cree que soy su hijo?

-No es excusa para portarte así.

-Tengo que estar en el hospital a las tres, no tengo tiempo ni ganas de hablar.

-¡Cobarde!

-Sí, lo soy. A mí esta vida me revuelve el estómago y no pienso hacer nada que me ate a ella ni un segundo más allá de lo imprescindible. Sabes que lo digo en serio. Sé que no tienes razón.

-No existe lo correcto y lo incorrecto.

-Cada uno actúa como necesita. Lo puedes leer en cualquier libro de la escuela elemental.

-¿Y qué necesitamos?

-Tú, vivir, existir y crear vida.

-¿Y tú?

-Estar muerto. Total y definitivamente muerto.


(Ingrid Thulin y Gunnar Bjornstrad, en Fresas Salvajes, de Ingmar Bergman).



1 de septiembre de 2007

La derrota de Sterling Hayden


No es difícil reconocer la figura de Sterling Hayden, uno de los actores más característicos del Hollywood de los años 50, con un mero vistazo a su fotografía. Un hombre corpulento, alto, malencarado, que interpretó papeles tan memorables como el delincuente con mala suerte de la obra cumbre de John Huston, La jungla de asfalto, o el cerebro del Atraco perfecto  de Stanley Kubrick, un remake apenas disimulado, aunque excelente, de la anterior. También, por supuesto, conviene recordar su aparición estelar como militar paranoico y holocáustico en ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú y su destacado papel como policía corrupto y primera víctima mortal de Michael Corleone en El Padrino.


Su carrera como actor fue, sin embargo, corta. Sterling Hayden vivió una destacada y tristemente significativa peripecia vital que lo apartó de Hollywood. Su primera vocación fue la de hombre de mar, pescador y marinero, y antes de convertirse en un actor de éxito, tuvo una destacada actuación en la II Guerra Mundial y luchó con los partisanos yugoslavos que dirigía el mariscal Tito, lo que al finalizar la contienda le hizo merecedor de la Estrella de Plata de la República Yugoslava. A su regreso a los Estados Unidos y coherente con su anterior lucha, militó en el Partido Comunista, pero las investigaciones del Comité de Actividades Antiamericanas que dirigía Joseph McCarthy y que pretendían acabar con el sector más crítico y artísticamente ambicioso de la industria cinematográfica de Hollywood lo pusieron a prueba. A él, y a otros muchos.
Era una prueba a blanco o negro. Con la excusa de investigar la presunta preponderancia comunista en la industria del cine, el Comité del Senado exigía a los declarantes que confesasen su ideología, su militancia pasada y presente y que diesen los nombres de sus compañeros de militancia, con el fin de marginar y expulsar de la industria a quienes trabajaban por la izquierda.

La mayoría de los declarantes, entre la dignidad y la indignidad, escogieron la segunda opción. La lista de quienes decidieron libremente traicionar y enviar al ostracismo a multitud de amigos y compañeros de trabajo bajo una presión bastante leve –ninguno sufrió torturas- es larga, y conviene citar, entre otros, los nombres de Elia Kazan, Budd Schulberg, Edward Dmytryk, Robert Rossen, Clifford Odets, Robert Taylor, Gary Cooper, Sam Wood y Adolphe Menjou.

Sterling Hayden también optó por la indignidad. El 10 de abril de 1951 compareció en el Senado y delató a muchos compañeros; uno de ellos, su mejor amigo, posteriormente moriría en la cárcel. 

Tras esta delación, Hayden no volvió a ser el mismo. Desde 1957 abandonó prácticamente el cine –sólo volvería a hacer papeles secundarios- y en los años 70 escribió una autobiografía, Wanderer, dedicada a su amigo muerto, en la confesaría que desde aquel episodio vivía y viviría siempre “enmierdado”. Fue, de todos los protagonistas de la “Caza de Brujas”, el único que confesó su arrepentimiento y que padeció profundamente porque, como dijo John Huston, no supo estar a la altura de la idea que tenía de sí mismo.

3 de agosto de 2007

Las consecuencias de construir un hotel sobre un antiguo cementerio indio

Tras la muerte de Stanley Kubrick, en 1999, empezó a propagarse la especie de que, detrás de un enfermizo afán de perfeccionismo y del carácter huraño y solitario del director, se escondía un brillante genio, creador de una obra breve pero perfecta y a cuya complejidad sólo podían acceder unos cuantos iniciados. Nunca he estado de acuerdo con tal apreciación: creo que Kubrick, desde que se transformó en un cineasta reconocido y millonario, se obsesionó furiosamente con la estética y, por ende, la última parte de su obra está marcada por la construcción de brillantes e imaginativas imágenes, impregnadas de una música de ensueño, en detrimento del calor que confiere a una obra el hecho de ser concebida en su conjunto, como una suma de partes imperfectas que llevan a la construcción del cuadro final. En este sentido, el gran director que se puede intuir en sus primeras obras, como Atraco perfecto, Senderos de gloria o Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú?, o incluso Espartaco -pese a ser concebida inicialmente por Anthony Mann-, tan preocupado por cuestiones éticas que perezca inmerso en la construcción de un discurso más allá de su cine -algo que han conseguido a la perfección otros cineastas de gran valía-, se transforma por completo a partir de 2001: una odisea espacial, y a partir de ahí nos encontramos con alguien que podría pasar por admirador de Leni Riefenstahl.


Sus últimas películas no son, sin embargo, despreciables. Muchos cineastas estarían en una orla de haber firmado tan sólo una de ellas. Pese a su larga extensión, Barry Lyndon supone una interesantísima incursión en el mundo del siglo XVIII, en donde muestra la dura e infeliz vida de alguien a quien se supone un privilegiado de la época y a quien, tras años de amores, desamores, triunfos, fracasos, batallas y derrotas, sólo le cabe el epitafio que el narrador de la película acierta a endosarle:


Estaba escrito que no dejaría tras de sí a nadie de su sangre y que acabaría su vida pobre, solo y sin hijos.

La brillante labor de desmitificación, llevada a cabo con la paciencia de un orfebre a lo largo de 180 minutos, consigue elevar a Barry Lyndon a cotas que muy pocas películas de género histórico han alcanzado, sobre todo en lo que se refiere a su minuciosa precisión. Muy distinto es el caso de El resplandor, donde el esteticismo se convierte en el principal personaje. La incursión de Kubrick en el género de terror comienza con unos larguísimos travellings aéreos siguiendo al coche de Jack Nicholson, que se dirige al aislado hotel que dirigirá durante un crudo invierno. La película se va atiborrando de multitud de pistas por las que guiarse para desentreñar qué hay detrás de la locura que se va apoderando del protagonista, hasta que al final nos encontramos con la traca definitiva: una foto de Jack Nicholson en el mismo hotel en 1921, cuando la historia está transcurriendo a mediados de los años 70. Es decir: una forma más de desconcertar al espectador, de manera que la historia no adquiera sentido de ningún modo posible. El mismo Kubrick se negó posteriormente a desentrañar el misterio del sentido último de El resplandor, y las interpretaciones existentes son cualquier cosa menos concluyentes. Sin embargo, hay un detalle que considero de excepcional importancia para entender qué extraña fuerza se puede apoderar de un hotel para que uno de sus inquilinos acabe a hachazos con su mujer y su hijo, a pesar de haber compuesto previamente una interesante novela dadaísta sobre lo que supone el madrugar (el humor también es importante para entender el filme). Y es que, como dice el director del hotel al inicio, el edificio se construyó en la primera década del siglo XX "sobre un antiguo cementerio indio". Una muestra tan despreciable y monstruosa de arrogancia no podía quedar sin castigo, y todo lo que acabe sucediendo en ese hotel será un pequeño pago en tributo a tantas víctimas de un genocidio olvidado.

31 de julio de 2007

Ingmar Bergman alcanza por fin la Muerte

La noticia de la muerte de Ingmar Bergman me llega en un tórrido y detestable día de verano, y creo que en un caso como éste es conveniente, antes de pontificar sobre alguien de quien tengo un conocimiento más que incompleto (sus memorias, Linterna mágica, están esperando en una estantería a que me decida desde hace demasiado tiempo), aportar una siempre insuficiente visión personal. Cualquiera que observe el perfil del autor de este blog verá que entre sus cineastas favoritos aparece el nombre de Ingmar Bergman. Sin embargo, no siempre ha sido así. Mis primeros encuentros con Bergman fueron más bien encontronazos: su ópera prima, Crisis (1946), me pareció en su día, y me sigue pareciendo hoy, una lamentable y pésima pedrada, aunque conociendo su obra posterior no podríamos calificarla más que como un pequeño borrón debido a la inexperiencia. La visión de algunos de sus filmes posteriores, como Gritos y susurros, Como en un espejo, Persona, El silencio o Los comulgantes me llevaron a sentir una gran antipatía hacia quien se empeñaba, una y otra vez, en mostrar ante la pantalla sus enfermizas obsesiones, como si sintiese una especie de placer sádico en recrear el dolor extremo, la muerte, la religiosidad llevada hasta extraños límites, y todo ello en un clima de sordidez casi fétida. Durante años, no pude asociar el cine de Bergman a otro calificativo que no fuese el de infernal.



Sin embargo, fue el peso de una sola película, una sola obra maestra que se impuso sobre mis reticencias con una rotundidad casi física (Fresas salvajes) me llevó a dar una segunda oportunidad a buena parte de su obra, y si bien hoy El manantial de la doncella no puede resultar de ninguna manera una película que ayude a construir un mundo mejor, sí es cierto que me ha quedado fuera de toda duda que la violación y muerte de la rubia y resplandeciente muchachita que encarnaba Birgitta Pettersson no era un simple capricho sádico de su malvado director, sino que formaba parte de una historia que en el fondo se pretendía hermosa. No era Bergman alguien entre cuyos intereses intelectuales se encontrase la celebración de la vida y sus placeres o la transmisión de un mensaje de esperanza, y su visión de la existencia era inequívocamente sombría. Sobre esta visión, construyó una admirable obra en la que aparecen siempre reconocibles una pléyade de actores (Liv Ullmann, Ingrid Thullin, Max von Sydow, Gunnar Björnstrand, Bibi Andersson, Erland Josephson, Harriet Andersson), cuyos rostros se antoja imposible asociar a cualquier otro cineasta y con los cuales supo crear, con una facilidad pasmosa, multitud de momentos decisivos en los que parece que la historia del cine se detenga. Entre éstas, hoy podemos rememorar la visión final, ante un espejo y con su hija en brazos, del abandonado Lars Ekborg en la triste y sinceramente misógina Un verano con Mónica, la confesión de Gunnar Björnstrand a Ingrid Thulin en Fresas salvajes de su deseo de estar "total y definitivamente muerto", la desmesuada confesión de odio y asco del mismo Björnstrand hacia su compañera en Los comulgantes, el agónico tragar de pastillas de Liv Ullmann en Cara a cara o el brutal e inolvidable momento en el que Max von Sydow ejecuta la venganza sobre los asesinos de Birgitta Pettersson, en la irrepetible El manantial de la doncella.

26 de julio de 2007

Gail Russell

Veo un convencional western, El ángel y el pistolero (1947), una de las dos películas que dirigió el competente guionista James Edward Grant. El filme, como otros muchos, intenta aprovechar el tirón de John Wayne, que aquí ejerce también como productor, a raíz del incontestable éxito de La diligencia (1939).
Tal vez no haya muchos motivos para recordar El ángel y el pistolero, ni siquiera para verlo más de una vez, salvo para cinéfilos empedernidos que disfruten con cualquier western en blanco y negro con buenos actores, aceptable guión y artesana dirección. En mi caso, además del citado, hay otro motivo para recordarlo: el descubrimiento de una actriz, hasta ahora invisible para mí, que posee unos ojos llenos de bondad y una cara rebosante de belleza inocente. Su papel también ayuda a acentuar estos rasgos: es la hija única de una familia de cuáqueros, ascetas pacifistas con un único principio: la bondad por encima de todo.
Busco su nombre: Gail Russell. Me pregunto cómo es posible no haber reparado nunca en semejante joya y busco más películas suyas. En vano: su carrera es escasa. ¿Por qué?
Finalmente encuentro la respuesta: Gail Russell, tal y como su aspecto indica, era una mujer extraordinariamente inocente, dulce y tímida. Para superarlo e intentar triunfar como actriz, recurrió abundamente al alcohol, que le hacía superar sus nervios ante las cámaras. La dependencia de alcohol fue la principal causa de que la Paramount decidiese no contar más con ella a partir de 1951, cuando sólo tenía 26 años. Diez años después, el mismo alcoholismo le causaba un mortal ataque al corazón.
Como decía un personaje de Aki Kaurismäki, la vida es desilusión.